Las cinco estaciones del amor de João Almino, por Martín Kohan

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MARTÍN KOHAN(*)

Éste es un libro triste. Y no ya porque cuente historias tristes o porque diga cosas tristes, sino porque adopta en su disposición, en su estructura podría decirse, el formato de la tristeza. Es su secuencia primordial lo que parece volver esa tristeza inexorable: un grupo de amigos de unos veinticinco años de edad se comprometen a reunirse otra vez al cabo de treinta años, más exactamente en el umbral del comienzo de lo que será siglo nuevo y milenio nuevo, para considerar qué ha sido de la vida de cada cual, para ver qué hizo o qué dejó de hacer, qué pasó con cada uno, qué logros o decepciones se sucedieron en ese lapso. No hay manera, es evidente, de que el resultado de ese cotejo no traiga tristeza. Independientemente de los contenidos y los acontecimientos que puedan haber ocupado los treinta años transcurridos para cada uno de los personajes de la novela, cualquier vida así contemplada se tiñe sin remedio de una melancolía crepuscular. No es el resultado posible del balance, sino la sola idea de emprenderlo, lo que lleva al efecto tristeza. Es la propia mirada dispuesta desde los cincuenta y cinco años hacia los veinticinco años, antes aun que el objeto que esa mirada podría eventualmente encontrar, lo que procurará al texto su factor desolación; es el contraste por sí mismo entre lo que iba a ser y lo que fue, entre lo que podría haber sido y lo que fue, lo que habrá de darle su tono y su luz.

Claro que, además de construir así Las cinco estaciones del amor, Joao Almino inscribe además la historia en un lugar concreto y en una época concreta. Y el lugar donde la inscribe es Brasilia, y la época donde la inscribe es el final de los años sesenta, el comienzo de los años setenta. Brasilia: la ciudad que portaba por sí misma la promesa de que incluso en la absoluta nada podía siempre erigirse algo, la ciudad de la utopía, de la modernidad radical, la ciudad del futuro absoluto. La bisagra ’60-’70, el tiempo en el que nada parecía estar asegurado, con excepción de una cosa: que todo iba a cambiar. Doble fe, por lo tanto: fe en la ciudad (“El Plan Piloto no era propiamente una ciudad. Era una idea –idea de moderno, de futuro, mi idea de Brasil”); fe en una época (“no era el éxito, el poder o el dinero lo que queríamos. Era cambiar la sociedad, la política, el país, el mundo. Y lo lograríamos, así pensábamos, porque no estábamos solos; el futuro era nuestro”).

Pasan los años, pasan los treinta años. La reunión pactada va a concretarse por fin, porque aquel futuro ya es presente y ya llegó. Que veinte años no sean nada, como pretendía Gardel, ya resulta muy dudoso; sobre los treinta años no hay ni puede haber duda: es mucho tiempo. Trazando precisamente ese arco en su cronología, Las cinco estaciones del amor va a posarse en los pilares de dos tradiciones: una, la del ille tempore; la otra, la de las ilusiones perdidas. Ni Brasilia ni la época responden a la fe que en su momento inspiraron: “Mi juventud está perdida. La Brasilia de mi sueño de futuro está muerta. Me reconozco en las fachadas de sus edificios precozmente envejecidos, en su modernidad precaria y decadente”; “Cómo el tiempo me engañó, me desmintió realidades aparentes y se llevó hasta el fondo de sus mares mis esperanzas más nítidas”. Así, el tiempo no puede sino ser aquel tiempo, el tiempo perdido e irrecobrable (lo antiproustiano de Almino, que señalan tanto Silviano Santiago en su prefacio como Pedro Meira Monteiro en su estudio crítico); y las ilusiones que aquel tiempo albergó y promovió no pueden ser sino ilusiones perdidas.

La narradora que compone Almino se deja atravesar por esta tensión, por este quiebre. A la vez, ella misma acuña su propio quiebre y alberga su propia tensión; porque es Ana y también es Diana, tiene dos nombres y también dos temperamentos, hay audacia en ella pero también cautela, hay aventura en ella pero también contención. Su propósito abismal es tan ambicioso como elocuente: quiere vivir en el puro instante, entregarse a un presente absoluto, quiere sacarse de encima su historia y su pasado completo, quiere ser la antítesis del memorioso Funes de Borges, y en vez de la proeza de recordarlo todo siempre, aspira a la proeza de olvidarlo todo para siempre, de no recordar nunca nada. Que no lo consiga es tan significativo como que se lo proponga. El instantaneísmo de Diana (“Quiero captar el instante, comenzar de cero. Sin la carga del pasado. Sin historia ni rumbo”) dice tanto por su afán como por su imposibilidad, y entra en cualquier caso en fricción con el reencuentro pactado con los viejos amigos de antaño al cabo de las tres décadas convenidas.

No puede no ser triste: no hay manera. A quién que no quiera amargarse puede ocurrírsele semejante idea, contemplar desde los cincuenta años los sueños que se tenía a los veinte. Éste es el infierno de Las cinco estaciones del amor, si es que su inspiración es Rimbaud; éste es su calvario, si es que se basa en el vía crucis de Jesucristo; ésta es su excrecencia temporal, si se piensa que las estaciones del año no son cinco sino cuatro. Una frase del párrafo inicial de la novela sella esta condición, dice así: “Hay errores que sólo aparecen con la experiencia, cuando ya no podemos corregirlos”. Novela del demasiado tarde, Las cinco estaciones del amor es por lo tanto un tratado sobre el error, sobre la experiencia y el error (aunque no de experiencia y error, que es el credo de los que experimentan, sino de la experiencia del error, o de la experiencia como error, que vendría a ser su antítesis). Porque en el registro entristecido que es propio del tópico de las ilusiones perdidas, Joao Almino vislumbra un rasgo decisivo de los errores cometidos: los errores no son simplemente aquello que hizo que las ilusiones se perdieran, sino que estaban en las ilusiones mismas. Las ilusiones mismas estaban equivocadas.

Una palabra que va y viene por las páginas de la novela con notoria recurrencia es la palabra revolución. Puede que sea lo previsible, pero es también lo necesario. Y en cualquier caso, hay que advertir que el modo en que la palabra “revolución” aparece y reaparece en el texto no la convierte en un talismán, en un fundamento, en una palabra certeza, en una piedra de toque. Al contrario, esa palabra aparece y reaparece para ser una y otra vez indagada, para concederle o para arrancarle cada vez sentidos distintos, para asediar y para examinar precisamente esa variabilidad de sentido, esos corrimientos en la significación. Se dice varias veces “revolución” en Las cinco estaciones del amor, pero no se dice siempre lo mismo cada una de esas veces, y en la exploración de ese espectro de variantes Joao Almino subraya deslizamientos que en parte se deben al deslizamiento temporal por el que todo pasa: los treinta años que van del pacto de reencuentro a su concreción, de los setenta al fin de siglo, del pasado al presente. En una primera instancia, allá en el pasado, se distingue una “verdadera revolución” de eso que los militares llaman también revolución pero no es otra cosa que un golpe de Estado. Pero luego, ya hacia el presente, emerge una dimensión más personal de lo que resultaría un hecho revolucionario: “Espero, en suma, que una nueva pasión –ciega, sorprendente y radical como toda pasión- me arrebate. Es la revolución que espero”. A esta versión en clave amorosa, luego se adosa esta otra, todavía en un plano personal: “Si gano la lotería, cambio mi vida por completo, sin necesitar otro tipo de revolución”. Luego se profundiza la dimensión de interioridad de estas nuevas acepciones del término: “Mi revolución interior depende del valor de ir componiendo el texto, siempre en presente, mientras me deshago de los papeles acumulados”. También se atribuye un eventual potencial revolucionario al instantaneísmo: “El instante siempre puede revolucionar la tradición”; y hasta la extrema tragedia personal del recurso desesperado al suicidio se encuadra en tales términos: “Ésta es mi rebeldía, mi revolución Ya basta de sobrevida mediocre y acomodada”. Por fin, revolución es también lo que hace y desencadena Norberto a partir del momento en que se transforma en Berta: “La presencia de Norberto me va a hacer bien (…). Él representa lo extraordinario y revolucionario que yo esperaba”; “Berta. Ella había guiado éste mi último año (…), me había llevado a intentar una revolución en mi vida con la ayuda de la destrucción de mis papeles y la composición del relato, todavía no concluido”.

¿Qué es, entonces, una revolución, en el mundo de Las cinco estaciones del amor: la transformación radical de la sociedad, enamorarse, hacerse rico, hacerse travesti, vivir el presente, escribir un relato, suicidarse? En el abanico disímil de las posibles respuestas, cabe también el espectro de las ilusiones que la novela postula: las que se alentaron, las que se perdieron. Al juego estructural de pasado y presente que propone Almino, se agrega otro presente: el presente de nuestra lectura. ¿Alguien puede suponer todavía hoy, por ejemplo, como parecen creer los personajes de la novela, que hay alguna rebeldía en el consumo de marihuana, que algún poder o alguna moral se van a ver afectados por eso? ¿Alguien puede de veras suponer hoy en día, en la era triunfal de Florencia de la V y, más aún, de Zulma Lobato, que el travesti por sí mismo revoluciona algo, desestructura algo? La constante preocupación de los personajes de la novela por no caer jamás en nada que pueda ser o parecer mojigato, que pueda ser o parecer prejuicioso, ¿no tiene algo de pueril? Su continuo desvelo, por no decir su pánico, para no rozar ningún comentario que pueda tener ni el más ligero componente moral, ¿no los condena a un permanente controlarse, no los obliga todo el tiempo a contenerse, no los fuerza a un inesperado deber ser? Su necesidad de actuar como liberados full time, ¿no es lo que los ata, no es lo que los condena y los obliga? Aquellas ilusiones, entonces, no se perdieron en el error: eran el error. Agotaron su voluntad de cambio en una mera gestualidad de cambio, en su juego más falso y más superficial. El presente de Diana termina de revelarlo. Ese presente no expresa la caída de las viejas ilusiones, su abandono o su desencuentro; es más bien un último avatar de su deriva errática. En el presente de Diana aparece el terror visceral por la inseguridad urbana, hasta el punto de diluir la reflexión sobre sus motivaciones sociales; aparece el odio implacable contra los delincuentes, hasta el punto de asesinar a uno de ellos sin sentir la más mínima perturbación de conciencia; aparece la opinión de que la juventud ha perdido el rumbo, hasta el punto de diagnosticar una crisis de valores para ellos; aparece una vuelta reconciliada con los ritos fantasmales de la religión, hasta el punto de asistir (¡y efectuar!) a una “misa de séptimo día por el alma de Berta” o hasta el punto de casarse por iglesia con el bueno de Carlos “para darle gusto a mamá”.

¿Desistió acaso Diana de sus viejas rebeldías? Puede que no; puede que, llevándolas hasta sus últimas consecuencias, haya dado con la evidencia de su real inutilidad, de su inofensividad cabal, de su sustancial vacuidad. Joao Almino la hace atravesar ese recorrido, lo calibra en treinta años, lo segmenta en cinco estaciones. Y además en cierto modo lo sitúa entre dos bordes posibles, señalados en la novela por las dos víctimas nítidas de la violencia cabal: Elena, allá en el pasado; y Berta, acá en el presente. Hay dos horizontes divergentes en estos dos personajes, y ambos significativamente sucumben a un hecho violento. Diana-Ana, que es dos, queda colocada entre estas dos: entre Norberto-Berta, que es dos, o uno en otra, y Elena, que es una, una y la misma. Lo que Elena entiende por revolución no solamente no es lo que los militares dicen, sino tampoco el tibio reformismo; lo que Elena entiende por revolución es lo que la forzó a pasar a la clandestinidad y lo que hizo por fin que la desaparecieran; lo que Elena entiende por revolución, ille tempore, está completamente vigente en la actualidad, según sostiene María Antonia: “Si Elena resucitara, volvería a ser revolucionaria. Hoy más que nunca, los ingredientes de la revolución están presentes, el pueblo empobrecido, mucha gente no tiene ni qué comer”.

Elena es víctima de la violencia: de la violencia de Estado. Toda una zona de la narración navega en la duda de si fue asesinada o está desaparecida. La otra víctima de la violencia es Berta. Pero lo es de una violencia distinta, la de la delincuencia, la de la inseguridad. Berta hizo su revolución: era hombre y es mujer. La irradiación de ese cambio se contagia, como quedó dicho, a la vida de Diana. Un recorrido posible para la lectura de Las cinco estaciones del amor es el que lleva de Elena a Berta, y pasa por Diana justamente. Sería otra manera de atravesar los treinta años en juego, sería otra manera de probar las acepciones de la palabra “revolución”. Pero hay más, Almino agrega algo más, y es que Berta concibe el plan de adueñarse de los documentos de Elena, de apropiarse de su identidad. ¿Qué quiere conseguir con eso? Regularizar sus papeles, legalizar su condición de mujer, evitarse problemas con la policía. Así razona, tal como razona que, si se casara, hasta podría conseguir la ciudadanía norteamericana: es un desvelo.

Un detalle, que a decir verdad no es tal: no es seguro que Elena esté muerta. Es una desaparecida: “no es, no está” (estoy citando al general Videla); pero no estando, tampoco está muerta. Diana enfrenta así un dilema moral (temerosa de toda distinción entre lo que es bueno y lo que es malo, ella no se atreve a llamarlo así) ante los propósitos declarados de Berta. ¿Qué hacer, entonces, con Elena? ¿No es Elena, acaso, la cifra dramática del pasado irrecuperable? ¿No es Elena la señal de una radicalidad que el presente no puede domesticar, atemperar, reconciliar? ¿No es Elena la expresión de lo totalmente irreparable, de lo que es incluso más irreparable que la muerte, porque no admite siquiera misas ni consuelos religiosos? ¿No implica Elena la única vigencia auténtica de aquel tiempo en este tiempo: la perduración de una misma injusticia, exigiendo una misma transformación medular de las cosas? ¿No habita en Elena en definitiva la única versión de veras corrosiva de la palabra “revolución”?

La novela atiende más a Berta que a Elena, porque Diana atiende más a Berta que a Elena. Pero Elena cobra así, justamente, su poderosa condición de ausente presente, de estar sin estar, la de la terrible comparecencia de lo que falta. Porque si hay alguien que no va a asistir a la reunión de los viejos amigos después de treinta años, es Elena. Si alguien no va a participar de las melancólicas ceremonias de las ilusiones perdidas, es Elena Su sola falta presenta la exigencia de que al menos sus ilusiones no se vuelvan ilusiones perdidas, ni se queden tampoco tan sólo en ilusiones.

21 de octubre de 2009

(*) Escritor y crítico argentino, autor de Ciencias morales y Museo de la revolución, entre otros libros.

MARTÍN KOHAN(*)

Éste es un libro triste. Y no ya porque cuente historias tristes o porque diga cosas tristes, sino porque adopta en su disposición, en su estructura podría decirse, el formato de la tristeza. Es su secuencia primordial lo que parece volver esa tristeza inexorable: un grupo de amigos de unos veinticinco años de edad se comprometen a reunirse otra vez al cabo de treinta años, más exactamente en el umbral del comienzo de lo que será siglo nuevo y milenio nuevo, para considerar qué ha sido de la vida de cada cual, para ver qué hizo o qué dejó de hacer, qué pasó con cada uno, qué logros o decepciones se sucedieron en ese lapso. No hay manera, es evidente, de que el resultado de ese cotejo no traiga tristeza. Independientemente de los contenidos y los acontecimientos que puedan haber ocupado los treinta años transcurridos para cada uno de los personajes de la novela, cualquier vida así contemplada se tiñe sin remedio de una melancolía crepuscular. No es el resultado posible del balance, sino la sola idea de emprenderlo, lo que lleva al efecto tristeza. Es la propia mirada dispuesta desde los cincuenta y cinco años hacia los veinticinco años, antes aun que el objeto que esa mirada podría eventualmente encontrar, lo que procurará al texto su factor desolación; es el contraste por sí mismo entre lo que iba a ser y lo que fue, entre lo que podría haber sido y lo que fue, lo que habrá de darle su tono y su luz.

Claro que, además de construir así Las cinco estaciones del amor, Joao Almino inscribe además la historia en un lugar concreto y en una época concreta. Y el lugar donde la inscribe es Brasilia, y la época donde la inscribe es el final de los años sesenta, el comienzo de los años setenta. Brasilia: la ciudad que portaba por sí misma la promesa de que incluso en la absoluta nada podía siempre erigirse algo, la ciudad de la utopía, de la modernidad radical, la ciudad del futuro absoluto. La bisagra ’60-’70, el tiempo en el que nada parecía estar asegurado, con excepción de una cosa: que todo iba a cambiar. Doble fe, por lo tanto: fe en la ciudad (“El Plan Piloto no era propiamente una ciudad. Era una idea –idea de moderno, de futuro, mi idea de Brasil”); fe en una época (“no era el éxito, el poder o el dinero lo que queríamos. Era cambiar la sociedad, la política, el país, el mundo. Y lo lograríamos, así pensábamos, porque no estábamos solos; el futuro era nuestro”).

Pasan los años, pasan los treinta años. La reunión pactada va a concretarse por fin, porque aquel futuro ya es presente y ya llegó. Que veinte años no sean nada, como pretendía Gardel, ya resulta muy dudoso; sobre los treinta años no hay ni puede haber duda: es mucho tiempo. Trazando precisamente ese arco en su cronología, Las cinco estaciones del amor va a posarse en los pilares de dos tradiciones: una, la del ille tempore; la otra, la de las ilusiones perdidas. Ni Brasilia ni la época responden a la fe que en su momento inspiraron: “Mi juventud está perdida. La Brasilia de mi sueño de futuro está muerta. Me reconozco en las fachadas de sus edificios precozmente envejecidos, en su modernidad precaria y decadente”; “Cómo el tiempo me engañó, me desmintió realidades aparentes y se llevó hasta el fondo de sus mares mis esperanzas más nítidas”. Así, el tiempo no puede sino ser aquel tiempo, el tiempo perdido e irrecobrable (lo antiproustiano de Almino, que señalan tanto Silviano Santiago en su prefacio como Pedro Meira Monteiro en su estudio crítico); y las ilusiones que aquel tiempo albergó y promovió no pueden ser sino ilusiones perdidas.

La narradora que compone Almino se deja atravesar por esta tensión, por este quiebre. A la vez, ella misma acuña su propio quiebre y alberga su propia tensión; porque es Ana y también es Diana, tiene dos nombres y también dos temperamentos, hay audacia en ella pero también cautela, hay aventura en ella pero también contención. Su propósito abismal es tan ambicioso como elocuente: quiere vivir en el puro instante, entregarse a un presente absoluto, quiere sacarse de encima su historia y su pasado completo, quiere ser la antítesis del memorioso Funes de Borges, y en vez de la proeza de recordarlo todo siempre, aspira a la proeza de olvidarlo todo para siempre, de no recordar nunca nada. Que no lo consiga es tan significativo como que se lo proponga. El instantaneísmo de Diana (“Quiero captar el instante, comenzar de cero. Sin la carga del pasado. Sin historia ni rumbo”) dice tanto por su afán como por su imposibilidad, y entra en cualquier caso en fricción con el reencuentro pactado con los viejos amigos de antaño al cabo de las tres décadas convenidas.

No puede no ser triste: no hay manera. A quién que no quiera amargarse puede ocurrírsele semejante idea, contemplar desde los cincuenta años los sueños que se tenía a los veinte. Éste es el infierno de Las cinco estaciones del amor, si es que su inspiración es Rimbaud; éste es su calvario, si es que se basa en el vía crucis de Jesucristo; ésta es su excrecencia temporal, si se piensa que las estaciones del año no son cinco sino cuatro. Una frase del párrafo inicial de la novela sella esta condición, dice así: “Hay errores que sólo aparecen con la experiencia, cuando ya no podemos corregirlos”. Novela del demasiado tarde, Las cinco estaciones del amor es por lo tanto un tratado sobre el error, sobre la experiencia y el error (aunque no de experiencia y error, que es el credo de los que experimentan, sino de la experiencia del error, o de la experiencia como error, que vendría a ser su antítesis). Porque en el registro entristecido que es propio del tópico de las ilusiones perdidas, Joao Almino vislumbra un rasgo decisivo de los errores cometidos: los errores no son simplemente aquello que hizo que las ilusiones se perdieran, sino que estaban en las ilusiones mismas. Las ilusiones mismas estaban equivocadas.

Una palabra que va y viene por las páginas de la novela con notoria recurrencia es la palabra revolución. Puede que sea lo previsible, pero es también lo necesario. Y en cualquier caso, hay que advertir que el modo en que la palabra “revolución” aparece y reaparece en el texto no la convierte en un talismán, en un fundamento, en una palabra certeza, en una piedra de toque. Al contrario, esa palabra aparece y reaparece para ser una y otra vez indagada, para concederle o para arrancarle cada vez sentidos distintos, para asediar y para examinar precisamente esa variabilidad de sentido, esos corrimientos en la significación. Se dice varias veces “revolución” en Las cinco estaciones del amor, pero no se dice siempre lo mismo cada una de esas veces, y en la exploración de ese espectro de variantes Joao Almino subraya deslizamientos que en parte se deben al deslizamiento temporal por el que todo pasa: los treinta años que van del pacto de reencuentro a su concreción, de los setenta al fin de siglo, del pasado al presente. En una primera instancia, allá en el pasado, se distingue una “verdadera revolución” de eso que los militares llaman también revolución pero no es otra cosa que un golpe de Estado. Pero luego, ya hacia el presente, emerge una dimensión más personal de lo que resultaría un hecho revolucionario: “Espero, en suma, que una nueva pasión –ciega, sorprendente y radical como toda pasión- me arrebate. Es la revolución que espero”. A esta versión en clave amorosa, luego se adosa esta otra, todavía en un plano personal: “Si gano la lotería, cambio mi vida por completo, sin necesitar otro tipo de revolución”. Luego se profundiza la dimensión de interioridad de estas nuevas acepciones del término: “Mi revolución interior depende del valor de ir componiendo el texto, siempre en presente, mientras me deshago de los papeles acumulados”. También se atribuye un eventual potencial revolucionario al instantaneísmo: “El instante siempre puede revolucionar la tradición”; y hasta la extrema tragedia personal del recurso desesperado al suicidio se encuadra en tales términos: “Ésta es mi rebeldía, mi revolución Ya basta de sobrevida mediocre y acomodada”. Por fin, revolución es también lo que hace y desencadena Norberto a partir del momento en que se transforma en Berta: “La presencia de Norberto me va a hacer bien (…). Él representa lo extraordinario y revolucionario que yo esperaba”; “Berta. Ella había guiado éste mi último año (…), me había llevado a intentar una revolución en mi vida con la ayuda de la destrucción de mis papeles y la composición del relato, todavía no concluido”.

¿Qué es, entonces, una revolución, en el mundo de Las cinco estaciones del amor: la transformación radical de la sociedad, enamorarse, hacerse rico, hacerse travesti, vivir el presente, escribir un relato, suicidarse? En el abanico disímil de las posibles respuestas, cabe también el espectro de las ilusiones que la novela postula: las que se alentaron, las que se perdieron. Al juego estructural de pasado y presente que propone Almino, se agrega otro presente: el presente de nuestra lectura. ¿Alguien puede suponer todavía hoy, por ejemplo, como parecen creer los personajes de la novela, que hay alguna rebeldía en el consumo de marihuana, que algún poder o alguna moral se van a ver afectados por eso? ¿Alguien puede de veras suponer hoy en día, en la era triunfal de Florencia de la V y, más aún, de Zulma Lobato, que el travesti por sí mismo revoluciona algo, desestructura algo? La constante preocupación de los personajes de la novela por no caer jamás en nada que pueda ser o parecer mojigato, que pueda ser o parecer prejuicioso, ¿no tiene algo de pueril? Su continuo desvelo, por no decir su pánico, para no rozar ningún comentario que pueda tener ni el más ligero componente moral, ¿no los condena a un permanente controlarse, no los obliga todo el tiempo a contenerse, no los fuerza a un inesperado deber ser? Su necesidad de actuar como liberados full time, ¿no es lo que los ata, no es lo que los condena y los obliga? Aquellas ilusiones, entonces, no se perdieron en el error: eran el error. Agotaron su voluntad de cambio en una mera gestualidad de cambio, en su juego más falso y más superficial. El presente de Diana termina de revelarlo. Ese presente no expresa la caída de las viejas ilusiones, su abandono o su desencuentro; es más bien un último avatar de su deriva errática. En el presente de Diana aparece el terror visceral por la inseguridad urbana, hasta el punto de diluir la reflexión sobre sus motivaciones sociales; aparece el odio implacable contra los delincuentes, hasta el punto de asesinar a uno de ellos sin sentir la más mínima perturbación de conciencia; aparece la opinión de que la juventud ha perdido el rumbo, hasta el punto de diagnosticar una crisis de valores para ellos; aparece una vuelta reconciliada con los ritos fantasmales de la religión, hasta el punto de asistir (¡y efectuar!) a una “misa de séptimo día por el alma de Berta” o hasta el punto de casarse por iglesia con el bueno de Carlos “para darle gusto a mamá”.

¿Desistió acaso Diana de sus viejas rebeldías? Puede que no; puede que, llevándolas hasta sus últimas consecuencias, haya dado con la evidencia de su real inutilidad, de su inofensividad cabal, de su sustancial vacuidad. Joao Almino la hace atravesar ese recorrido, lo calibra en treinta años, lo segmenta en cinco estaciones. Y además en cierto modo lo sitúa entre dos bordes posibles, señalados en la novela por las dos víctimas nítidas de la violencia cabal: Elena, allá en el pasado; y Berta, acá en el presente. Hay dos horizontes divergentes en estos dos personajes, y ambos significativamente sucumben a un hecho violento. Diana-Ana, que es dos, queda colocada entre estas dos: entre Norberto-Berta, que es dos, o uno en otra, y Elena, que es una, una y la misma. Lo que Elena entiende por revolución no solamente no es lo que los militares dicen, sino tampoco el tibio reformismo; lo que Elena entiende por revolución es lo que la forzó a pasar a la clandestinidad y lo que hizo por fin que la desaparecieran; lo que Elena entiende por revolución, ille tempore, está completamente vigente en la actualidad, según sostiene María Antonia: “Si Elena resucitara, volvería a ser revolucionaria. Hoy más que nunca, los ingredientes de la revolución están presentes, el pueblo empobrecido, mucha gente no tiene ni qué comer”.

Elena es víctima de la violencia: de la violencia de Estado. Toda una zona de la narración navega en la duda de si fue asesinada o está desaparecida. La otra víctima de la violencia es Berta. Pero lo es de una violencia distinta, la de la delincuencia, la de la inseguridad. Berta hizo su revolución: era hombre y es mujer. La irradiación de ese cambio se contagia, como quedó dicho, a la vida de Diana. Un recorrido posible para la lectura de Las cinco estaciones del amor es el que lleva de Elena a Berta, y pasa por Diana justamente. Sería otra manera de atravesar los treinta años en juego, sería otra manera de probar las acepciones de la palabra “revolución”. Pero hay más, Almino agrega algo más, y es que Berta concibe el plan de adueñarse de los documentos de Elena, de apropiarse de su identidad. ¿Qué quiere conseguir con eso? Regularizar sus papeles, legalizar su condición de mujer, evitarse problemas con la policía. Así razona, tal como razona que, si se casara, hasta podría conseguir la ciudadanía norteamericana: es un desvelo.

Un detalle, que a decir verdad no es tal: no es seguro que Elena esté muerta. Es una desaparecida: “no es, no está” (estoy citando al general Videla); pero no estando, tampoco está muerta. Diana enfrenta así un dilema moral (temerosa de toda distinción entre lo que es bueno y lo que es malo, ella no se atreve a llamarlo así) ante los propósitos declarados de Berta. ¿Qué hacer, entonces, con Elena? ¿No es Elena, acaso, la cifra dramática del pasado irrecuperable? ¿No es Elena la señal de una radicalidad que el presente no puede domesticar, atemperar, reconciliar? ¿No es Elena la expresión de lo totalmente irreparable, de lo que es incluso más irreparable que la muerte, porque no admite siquiera misas ni consuelos religiosos? ¿No implica Elena la única vigencia auténtica de aquel tiempo en este tiempo: la perduración de una misma injusticia, exigiendo una misma transformación medular de las cosas? ¿No habita en Elena en definitiva la única versión de veras corrosiva de la palabra “revolución”?

La novela atiende más a Berta que a Elena, porque Diana atiende más a Berta que a Elena. Pero Elena cobra así, justamente, su poderosa condición de ausente presente, de estar sin estar, la de la terrible comparecencia de lo que falta. Porque si hay alguien que no va a asistir a la reunión de los viejos amigos después de treinta años, es Elena. Si alguien no va a participar de las melancólicas ceremonias de las ilusiones perdidas, es Elena Su sola falta presenta la exigencia de que al menos sus ilusiones no se vuelvan ilusiones perdidas, ni se queden tampoco tan sólo en ilusiones.

21 de octubre de 2009

(*) Escritor y crítico argentino, autor de Ciencias morales y Museo de la revolución, entre otros libros.

MARTÍN KOHAN(*)

Éste es un libro triste. Y no ya porque cuente historias tristes o porque diga cosas tristes, sino porque adopta en su disposición, en su estructura podría decirse, el formato de la tristeza. Es su secuencia primordial lo que parece volver esa tristeza inexorable: un grupo de amigos de unos veinticinco años de edad se comprometen a reunirse otra vez al cabo de treinta años, más exactamente en el umbral del comienzo de lo que será siglo nuevo y milenio nuevo, para considerar qué ha sido de la vida de cada cual, para ver qué hizo o qué dejó de hacer, qué pasó con cada uno, qué logros o decepciones se sucedieron en ese lapso. No hay manera, es evidente, de que el resultado de ese cotejo no traiga tristeza. Independientemente de los contenidos y los acontecimientos que puedan haber ocupado los treinta años transcurridos para cada uno de los personajes de la novela, cualquier vida así contemplada se tiñe sin remedio de una melancolía crepuscular. No es el resultado posible del balance, sino la sola idea de emprenderlo, lo que lleva al efecto tristeza. Es la propia mirada dispuesta desde los cincuenta y cinco años hacia los veinticinco años, antes aun que el objeto que esa mirada podría eventualmente encontrar, lo que procurará al texto su factor desolación; es el contraste por sí mismo entre lo que iba a ser y lo que fue, entre lo que podría haber sido y lo que fue, lo que habrá de darle su tono y su luz.

Claro que, además de construir así Las cinco estaciones del amor, Joao Almino inscribe además la historia en un lugar concreto y en una época concreta. Y el lugar donde la inscribe es Brasilia, y la época donde la inscribe es el final de los años sesenta, el comienzo de los años setenta. Brasilia: la ciudad que portaba por sí misma la promesa de que incluso en la absoluta nada podía siempre erigirse algo, la ciudad de la utopía, de la modernidad radical, la ciudad del futuro absoluto. La bisagra ’60-’70, el tiempo en el que nada parecía estar asegurado, con excepción de una cosa: que todo iba a cambiar. Doble fe, por lo tanto: fe en la ciudad (“El Plan Piloto no era propiamente una ciudad. Era una idea –idea de moderno, de futuro, mi idea de Brasil”); fe en una época (“no era el éxito, el poder o el dinero lo que queríamos. Era cambiar la sociedad, la política, el país, el mundo. Y lo lograríamos, así pensábamos, porque no estábamos solos; el futuro era nuestro”).

Pasan los años, pasan los treinta años. La reunión pactada va a concretarse por fin, porque aquel futuro ya es presente y ya llegó. Que veinte años no sean nada, como pretendía Gardel, ya resulta muy dudoso; sobre los treinta años no hay ni puede haber duda: es mucho tiempo. Trazando precisamente ese arco en su cronología, Las cinco estaciones del amor va a posarse en los pilares de dos tradiciones: una, la del ille tempore; la otra, la de las ilusiones perdidas. Ni Brasilia ni la época responden a la fe que en su momento inspiraron: “Mi juventud está perdida. La Brasilia de mi sueño de futuro está muerta. Me reconozco en las fachadas de sus edificios precozmente envejecidos, en su modernidad precaria y decadente”; “Cómo el tiempo me engañó, me desmintió realidades aparentes y se llevó hasta el fondo de sus mares mis esperanzas más nítidas”. Así, el tiempo no puede sino ser aquel tiempo, el tiempo perdido e irrecobrable (lo antiproustiano de Almino, que señalan tanto Silviano Santiago en su prefacio como Pedro Meira Monteiro en su estudio crítico); y las ilusiones que aquel tiempo albergó y promovió no pueden ser sino ilusiones perdidas.

La narradora que compone Almino se deja atravesar por esta tensión, por este quiebre. A la vez, ella misma acuña su propio quiebre y alberga su propia tensión; porque es Ana y también es Diana, tiene dos nombres y también dos temperamentos, hay audacia en ella pero también cautela, hay aventura en ella pero también contención. Su propósito abismal es tan ambicioso como elocuente: quiere vivir en el puro instante, entregarse a un presente absoluto, quiere sacarse de encima su historia y su pasado completo, quiere ser la antítesis del memorioso Funes de Borges, y en vez de la proeza de recordarlo todo siempre, aspira a la proeza de olvidarlo todo para siempre, de no recordar nunca nada. Que no lo consiga es tan significativo como que se lo proponga. El instantaneísmo de Diana (“Quiero captar el instante, comenzar de cero. Sin la carga del pasado. Sin historia ni rumbo”) dice tanto por su afán como por su imposibilidad, y entra en cualquier caso en fricción con el reencuentro pactado con los viejos amigos de antaño al cabo de las tres décadas convenidas.

No puede no ser triste: no hay manera. A quién que no quiera amargarse puede ocurrírsele semejante idea, contemplar desde los cincuenta años los sueños que se tenía a los veinte. Éste es el infierno de Las cinco estaciones del amor, si es que su inspiración es Rimbaud; éste es su calvario, si es que se basa en el vía crucis de Jesucristo; ésta es su excrecencia temporal, si se piensa que las estaciones del año no son cinco sino cuatro. Una frase del párrafo inicial de la novela sella esta condición, dice así: “Hay errores que sólo aparecen con la experiencia, cuando ya no podemos corregirlos”. Novela del demasiado tarde, Las cinco estaciones del amor es por lo tanto un tratado sobre el error, sobre la experiencia y el error (aunque no de experiencia y error, que es el credo de los que experimentan, sino de la experiencia del error, o de la experiencia como error, que vendría a ser su antítesis). Porque en el registro entristecido que es propio del tópico de las ilusiones perdidas, Joao Almino vislumbra un rasgo decisivo de los errores cometidos: los errores no son simplemente aquello que hizo que las ilusiones se perdieran, sino que estaban en las ilusiones mismas. Las ilusiones mismas estaban equivocadas.

Una palabra que va y viene por las páginas de la novela con notoria recurrencia es la palabra revolución. Puede que sea lo previsible, pero es también lo necesario. Y en cualquier caso, hay que advertir que el modo en que la palabra “revolución” aparece y reaparece en el texto no la convierte en un talismán, en un fundamento, en una palabra certeza, en una piedra de toque. Al contrario, esa palabra aparece y reaparece para ser una y otra vez indagada, para concederle o para arrancarle cada vez sentidos distintos, para asediar y para examinar precisamente esa variabilidad de sentido, esos corrimientos en la significación. Se dice varias veces “revolución” en Las cinco estaciones del amor, pero no se dice siempre lo mismo cada una de esas veces, y en la exploración de ese espectro de variantes Joao Almino subraya deslizamientos que en parte se deben al deslizamiento temporal por el que todo pasa: los treinta años que van del pacto de reencuentro a su concreción, de los setenta al fin de siglo, del pasado al presente. En una primera instancia, allá en el pasado, se distingue una “verdadera revolución” de eso que los militares llaman también revolución pero no es otra cosa que un golpe de Estado. Pero luego, ya hacia el presente, emerge una dimensión más personal de lo que resultaría un hecho revolucionario: “Espero, en suma, que una nueva pasión –ciega, sorprendente y radical como toda pasión- me arrebate. Es la revolución que espero”. A esta versión en clave amorosa, luego se adosa esta otra, todavía en un plano personal: “Si gano la lotería, cambio mi vida por completo, sin necesitar otro tipo de revolución”. Luego se profundiza la dimensión de interioridad de estas nuevas acepciones del término: “Mi revolución interior depende del valor de ir componiendo el texto, siempre en presente, mientras me deshago de los papeles acumulados”. También se atribuye un eventual potencial revolucionario al instantaneísmo: “El instante siempre puede revolucionar la tradición”; y hasta la extrema tragedia personal del recurso desesperado al suicidio se encuadra en tales términos: “Ésta es mi rebeldía, mi revolución Ya basta de sobrevida mediocre y acomodada”. Por fin, revolución es también lo que hace y desencadena Norberto a partir del momento en que se transforma en Berta: “La presencia de Norberto me va a hacer bien (…). Él representa lo extraordinario y revolucionario que yo esperaba”; “Berta. Ella había guiado éste mi último año (…), me había llevado a intentar una revolución en mi vida con la ayuda de la destrucción de mis papeles y la composición del relato, todavía no concluido”.

¿Qué es, entonces, una revolución, en el mundo de Las cinco estaciones del amor: la transformación radical de la sociedad, enamorarse, hacerse rico, hacerse travesti, vivir el presente, escribir un relato, suicidarse? En el abanico disímil de las posibles respuestas, cabe también el espectro de las ilusiones que la novela postula: las que se alentaron, las que se perdieron. Al juego estructural de pasado y presente que propone Almino, se agrega otro presente: el presente de nuestra lectura. ¿Alguien puede suponer todavía hoy, por ejemplo, como parecen creer los personajes de la novela, que hay alguna rebeldía en el consumo de marihuana, que algún poder o alguna moral se van a ver afectados por eso? ¿Alguien puede de veras suponer hoy en día, en la era triunfal de Florencia de la V y, más aún, de Zulma Lobato, que el travesti por sí mismo revoluciona algo, desestructura algo? La constante preocupación de los personajes de la novela por no caer jamás en nada que pueda ser o parecer mojigato, que pueda ser o parecer prejuicioso, ¿no tiene algo de pueril? Su continuo desvelo, por no decir su pánico, para no rozar ningún comentario que pueda tener ni el más ligero componente moral, ¿no los condena a un permanente controlarse, no los obliga todo el tiempo a contenerse, no los fuerza a un inesperado deber ser? Su necesidad de actuar como liberados full time, ¿no es lo que los ata, no es lo que los condena y los obliga? Aquellas ilusiones, entonces, no se perdieron en el error: eran el error. Agotaron su voluntad de cambio en una mera gestualidad de cambio, en su juego más falso y más superficial. El presente de Diana termina de revelarlo. Ese presente no expresa la caída de las viejas ilusiones, su abandono o su desencuentro; es más bien un último avatar de su deriva errática. En el presente de Diana aparece el terror visceral por la inseguridad urbana, hasta el punto de diluir la reflexión sobre sus motivaciones sociales; aparece el odio implacable contra los delincuentes, hasta el punto de asesinar a uno de ellos sin sentir la más mínima perturbación de conciencia; aparece la opinión de que la juventud ha perdido el rumbo, hasta el punto de diagnosticar una crisis de valores para ellos; aparece una vuelta reconciliada con los ritos fantasmales de la religión, hasta el punto de asistir (¡y efectuar!) a una “misa de séptimo día por el alma de Berta” o hasta el punto de casarse por iglesia con el bueno de Carlos “para darle gusto a mamá”.

¿Desistió acaso Diana de sus viejas rebeldías? Puede que no; puede que, llevándolas hasta sus últimas consecuencias, haya dado con la evidencia de su real inutilidad, de su inofensividad cabal, de su sustancial vacuidad. Joao Almino la hace atravesar ese recorrido, lo calibra en treinta años, lo segmenta en cinco estaciones. Y además en cierto modo lo sitúa entre dos bordes posibles, señalados en la novela por las dos víctimas nítidas de la violencia cabal: Elena, allá en el pasado; y Berta, acá en el presente. Hay dos horizontes divergentes en estos dos personajes, y ambos significativamente sucumben a un hecho violento. Diana-Ana, que es dos, queda colocada entre estas dos: entre Norberto-Berta, que es dos, o uno en otra, y Elena, que es una, una y la misma. Lo que Elena entiende por revolución no solamente no es lo que los militares dicen, sino tampoco el tibio reformismo; lo que Elena entiende por revolución es lo que la forzó a pasar a la clandestinidad y lo que hizo por fin que la desaparecieran; lo que Elena entiende por revolución, ille tempore, está completamente vigente en la actualidad, según sostiene María Antonia: “Si Elena resucitara, volvería a ser revolucionaria. Hoy más que nunca, los ingredientes de la revolución están presentes, el pueblo empobrecido, mucha gente no tiene ni qué comer”.

Elena es víctima de la violencia: de la violencia de Estado. Toda una zona de la narración navega en la duda de si fue asesinada o está desaparecida. La otra víctima de la violencia es Berta. Pero lo es de una violencia distinta, la de la delincuencia, la de la inseguridad. Berta hizo su revolución: era hombre y es mujer. La irradiación de ese cambio se contagia, como quedó dicho, a la vida de Diana. Un recorrido posible para la lectura de Las cinco estaciones del amor es el que lleva de Elena a Berta, y pasa por Diana justamente. Sería otra manera de atravesar los treinta años en juego, sería otra manera de probar las acepciones de la palabra “revolución”. Pero hay más, Almino agrega algo más, y es que Berta concibe el plan de adueñarse de los documentos de Elena, de apropiarse de su identidad. ¿Qué quiere conseguir con eso? Regularizar sus papeles, legalizar su condición de mujer, evitarse problemas con la policía. Así razona, tal como razona que, si se casara, hasta podría conseguir la ciudadanía norteamericana: es un desvelo.

Un detalle, que a decir verdad no es tal: no es seguro que Elena esté muerta. Es una desaparecida: “no es, no está” (estoy citando al general Videla); pero no estando, tampoco está muerta. Diana enfrenta así un dilema moral (temerosa de toda distinción entre lo que es bueno y lo que es malo, ella no se atreve a llamarlo así) ante los propósitos declarados de Berta. ¿Qué hacer, entonces, con Elena? ¿No es Elena, acaso, la cifra dramática del pasado irrecuperable? ¿No es Elena la señal de una radicalidad que el presente no puede domesticar, atemperar, reconciliar? ¿No es Elena la expresión de lo totalmente irreparable, de lo que es incluso más irreparable que la muerte, porque no admite siquiera misas ni consuelos religiosos? ¿No implica Elena la única vigencia auténtica de aquel tiempo en este tiempo: la perduración de una misma injusticia, exigiendo una misma transformación medular de las cosas? ¿No habita en Elena en definitiva la única versión de veras corrosiva de la palabra “revolución”?

La novela atiende más a Berta que a Elena, porque Diana atiende más a Berta que a Elena. Pero Elena cobra así, justamente, su poderosa condición de ausente presente, de estar sin estar, la de la terrible comparecencia de lo que falta. Porque si hay alguien que no va a asistir a la reunión de los viejos amigos después de treinta años, es Elena. Si alguien no va a participar de las melancólicas ceremonias de las ilusiones perdidas, es Elena Su sola falta presenta la exigencia de que al menos sus ilusiones no se vuelvan ilusiones perdidas, ni se queden tampoco tan sólo en ilusiones.

21 de octubre de 2009

(*) Escritor y crítico argentino, autor de Ciencias morales y Museo de la revolución, entre otros libros.

MARTÍN KOHAN(*)

Éste es un libro triste. Y no ya porque cuente historias tristes o porque diga cosas tristes, sino porque adopta en su disposición, en su estructura podría decirse, el formato de la tristeza. Es su secuencia primordial lo que parece volver esa tristeza inexorable: un grupo de amigos de unos veinticinco años de edad se comprometen a reunirse otra vez al cabo de treinta años, más exactamente en el umbral del comienzo de lo que será siglo nuevo y milenio nuevo, para considerar qué ha sido de la vida de cada cual, para ver qué hizo o qué dejó de hacer, qué pasó con cada uno, qué logros o decepciones se sucedieron en ese lapso. No hay manera, es evidente, de que el resultado de ese cotejo no traiga tristeza. Independientemente de los contenidos y los acontecimientos que puedan haber ocupado los treinta años transcurridos para cada uno de los personajes de la novela, cualquier vida así contemplada se tiñe sin remedio de una melancolía crepuscular. No es el resultado posible del balance, sino la sola idea de emprenderlo, lo que lleva al efecto tristeza. Es la propia mirada dispuesta desde los cincuenta y cinco años hacia los veinticinco años, antes aun que el objeto que esa mirada podría eventualmente encontrar, lo que procurará al texto su factor desolación; es el contraste por sí mismo entre lo que iba a ser y lo que fue, entre lo que podría haber sido y lo que fue, lo que habrá de darle su tono y su luz.

Claro que, además de construir así Las cinco estaciones del amor, Joao Almino inscribe además la historia en un lugar concreto y en una época concreta. Y el lugar donde la inscribe es Brasilia, y la época donde la inscribe es el final de los años sesenta, el comienzo de los años setenta. Brasilia: la ciudad que portaba por sí misma la promesa de que incluso en la absoluta nada podía siempre erigirse algo, la ciudad de la utopía, de la modernidad radical, la ciudad del futuro absoluto. La bisagra ’60-’70, el tiempo en el que nada parecía estar asegurado, con excepción de una cosa: que todo iba a cambiar. Doble fe, por lo tanto: fe en la ciudad (“El Plan Piloto no era propiamente una ciudad. Era una idea –idea de moderno, de futuro, mi idea de Brasil”); fe en una época (“no era el éxito, el poder o el dinero lo que queríamos. Era cambiar la sociedad, la política, el país, el mundo. Y lo lograríamos, así pensábamos, porque no estábamos solos; el futuro era nuestro”).

Pasan los años, pasan los treinta años. La reunión pactada va a concretarse por fin, porque aquel futuro ya es presente y ya llegó. Que veinte años no sean nada, como pretendía Gardel, ya resulta muy dudoso; sobre los treinta años no hay ni puede haber duda: es mucho tiempo. Trazando precisamente ese arco en su cronología, Las cinco estaciones del amor va a posarse en los pilares de dos tradiciones: una, la del ille tempore; la otra, la de las ilusiones perdidas. Ni Brasilia ni la época responden a la fe que en su momento inspiraron: “Mi juventud está perdida. La Brasilia de mi sueño de futuro está muerta. Me reconozco en las fachadas de sus edificios precozmente envejecidos, en su modernidad precaria y decadente”; “Cómo el tiempo me engañó, me desmintió realidades aparentes y se llevó hasta el fondo de sus mares mis esperanzas más nítidas”. Así, el tiempo no puede sino ser aquel tiempo, el tiempo perdido e irrecobrable (lo antiproustiano de Almino, que señalan tanto Silviano Santiago en su prefacio como Pedro Meira Monteiro en su estudio crítico); y las ilusiones que aquel tiempo albergó y promovió no pueden ser sino ilusiones perdidas.

La narradora que compone Almino se deja atravesar por esta tensión, por este quiebre. A la vez, ella misma acuña su propio quiebre y alberga su propia tensión; porque es Ana y también es Diana, tiene dos nombres y también dos temperamentos, hay audacia en ella pero también cautela, hay aventura en ella pero también contención. Su propósito abismal es tan ambicioso como elocuente: quiere vivir en el puro instante, entregarse a un presente absoluto, quiere sacarse de encima su historia y su pasado completo, quiere ser la antítesis del memorioso Funes de Borges, y en vez de la proeza de recordarlo todo siempre, aspira a la proeza de olvidarlo todo para siempre, de no recordar nunca nada. Que no lo consiga es tan significativo como que se lo proponga. El instantaneísmo de Diana (“Quiero captar el instante, comenzar de cero. Sin la carga del pasado. Sin historia ni rumbo”) dice tanto por su afán como por su imposibilidad, y entra en cualquier caso en fricción con el reencuentro pactado con los viejos amigos de antaño al cabo de las tres décadas convenidas.

No puede no ser triste: no hay manera. A quién que no quiera amargarse puede ocurrírsele semejante idea, contemplar desde los cincuenta años los sueños que se tenía a los veinte. Éste es el infierno de Las cinco estaciones del amor, si es que su inspiración es Rimbaud; éste es su calvario, si es que se basa en el vía crucis de Jesucristo; ésta es su excrecencia temporal, si se piensa que las estaciones del año no son cinco sino cuatro. Una frase del párrafo inicial de la novela sella esta condición, dice así: “Hay errores que sólo aparecen con la experiencia, cuando ya no podemos corregirlos”. Novela del demasiado tarde, Las cinco estaciones del amor es por lo tanto un tratado sobre el error, sobre la experiencia y el error (aunque no de experiencia y error, que es el credo de los que experimentan, sino de la experiencia del error, o de la experiencia como error, que vendría a ser su antítesis). Porque en el registro entristecido que es propio del tópico de las ilusiones perdidas, Joao Almino vislumbra un rasgo decisivo de los errores cometidos: los errores no son simplemente aquello que hizo que las ilusiones se perdieran, sino que estaban en las ilusiones mismas. Las ilusiones mismas estaban equivocadas.

Una palabra que va y viene por las páginas de la novela con notoria recurrencia es la palabra revolución. Puede que sea lo previsible, pero es también lo necesario. Y en cualquier caso, hay que advertir que el modo en que la palabra “revolución” aparece y reaparece en el texto no la convierte en un talismán, en un fundamento, en una palabra certeza, en una piedra de toque. Al contrario, esa palabra aparece y reaparece para ser una y otra vez indagada, para concederle o para arrancarle cada vez sentidos distintos, para asediar y para examinar precisamente esa variabilidad de sentido, esos corrimientos en la significación. Se dice varias veces “revolución” en Las cinco estaciones del amor, pero no se dice siempre lo mismo cada una de esas veces, y en la exploración de ese espectro de variantes Joao Almino subraya deslizamientos que en parte se deben al deslizamiento temporal por el que todo pasa: los treinta años que van del pacto de reencuentro a su concreción, de los setenta al fin de siglo, del pasado al presente. En una primera instancia, allá en el pasado, se distingue una “verdadera revolución” de eso que los militares llaman también revolución pero no es otra cosa que un golpe de Estado. Pero luego, ya hacia el presente, emerge una dimensión más personal de lo que resultaría un hecho revolucionario: “Espero, en suma, que una nueva pasión –ciega, sorprendente y radical como toda pasión- me arrebate. Es la revolución que espero”. A esta versión en clave amorosa, luego se adosa esta otra, todavía en un plano personal: “Si gano la lotería, cambio mi vida por completo, sin necesitar otro tipo de revolución”. Luego se profundiza la dimensión de interioridad de estas nuevas acepciones del término: “Mi revolución interior depende del valor de ir componiendo el texto, siempre en presente, mientras me deshago de los papeles acumulados”. También se atribuye un eventual potencial revolucionario al instantaneísmo: “El instante siempre puede revolucionar la tradición”; y hasta la extrema tragedia personal del recurso desesperado al suicidio se encuadra en tales términos: “Ésta es mi rebeldía, mi revolución Ya basta de sobrevida mediocre y acomodada”. Por fin, revolución es también lo que hace y desencadena Norberto a partir del momento en que se transforma en Berta: “La presencia de Norberto me va a hacer bien (…). Él representa lo extraordinario y revolucionario que yo esperaba”; “Berta. Ella había guiado éste mi último año (…), me había llevado a intentar una revolución en mi vida con la ayuda de la destrucción de mis papeles y la composición del relato, todavía no concluido”.

¿Qué es, entonces, una revolución, en el mundo de Las cinco estaciones del amor: la transformación radical de la sociedad, enamorarse, hacerse rico, hacerse travesti, vivir el presente, escribir un relato, suicidarse? En el abanico disímil de las posibles respuestas, cabe también el espectro de las ilusiones que la novela postula: las que se alentaron, las que se perdieron. Al juego estructural de pasado y presente que propone Almino, se agrega otro presente: el presente de nuestra lectura. ¿Alguien puede suponer todavía hoy, por ejemplo, como parecen creer los personajes de la novela, que hay alguna rebeldía en el consumo de marihuana, que algún poder o alguna moral se van a ver afectados por eso? ¿Alguien puede de veras suponer hoy en día, en la era triunfal de Florencia de la V y, más aún, de Zulma Lobato, que el travesti por sí mismo revoluciona algo, desestructura algo? La constante preocupación de los personajes de la novela por no caer jamás en nada que pueda ser o parecer mojigato, que pueda ser o parecer prejuicioso, ¿no tiene algo de pueril? Su continuo desvelo, por no decir su pánico, para no rozar ningún comentario que pueda tener ni el más ligero componente moral, ¿no los condena a un permanente controlarse, no los obliga todo el tiempo a contenerse, no los fuerza a un inesperado deber ser? Su necesidad de actuar como liberados full time, ¿no es lo que los ata, no es lo que los condena y los obliga? Aquellas ilusiones, entonces, no se perdieron en el error: eran el error. Agotaron su voluntad de cambio en una mera gestualidad de cambio, en su juego más falso y más superficial. El presente de Diana termina de revelarlo. Ese presente no expresa la caída de las viejas ilusiones, su abandono o su desencuentro; es más bien un último avatar de su deriva errática. En el presente de Diana aparece el terror visceral por la inseguridad urbana, hasta el punto de diluir la reflexión sobre sus motivaciones sociales; aparece el odio implacable contra los delincuentes, hasta el punto de asesinar a uno de ellos sin sentir la más mínima perturbación de conciencia; aparece la opinión de que la juventud ha perdido el rumbo, hasta el punto de diagnosticar una crisis de valores para ellos; aparece una vuelta reconciliada con los ritos fantasmales de la religión, hasta el punto de asistir (¡y efectuar!) a una “misa de séptimo día por el alma de Berta” o hasta el punto de casarse por iglesia con el bueno de Carlos “para darle gusto a mamá”.

¿Desistió acaso Diana de sus viejas rebeldías? Puede que no; puede que, llevándolas hasta sus últimas consecuencias, haya dado con la evidencia de su real inutilidad, de su inofensividad cabal, de su sustancial vacuidad. Joao Almino la hace atravesar ese recorrido, lo calibra en treinta años, lo segmenta en cinco estaciones. Y además en cierto modo lo sitúa entre dos bordes posibles, señalados en la novela por las dos víctimas nítidas de la violencia cabal: Elena, allá en el pasado; y Berta, acá en el presente. Hay dos horizontes divergentes en estos dos personajes, y ambos significativamente sucumben a un hecho violento. Diana-Ana, que es dos, queda colocada entre estas dos: entre Norberto-Berta, que es dos, o uno en otra, y Elena, que es una, una y la misma. Lo que Elena entiende por revolución no solamente no es lo que los militares dicen, sino tampoco el tibio reformismo; lo que Elena entiende por revolución es lo que la forzó a pasar a la clandestinidad y lo que hizo por fin que la desaparecieran; lo que Elena entiende por revolución, ille tempore, está completamente vigente en la actualidad, según sostiene María Antonia: “Si Elena resucitara, volvería a ser revolucionaria. Hoy más que nunca, los ingredientes de la revolución están presentes, el pueblo empobrecido, mucha gente no tiene ni qué comer”.

Elena es víctima de la violencia: de la violencia de Estado. Toda una zona de la narración navega en la duda de si fue asesinada o está desaparecida. La otra víctima de la violencia es Berta. Pero lo es de una violencia distinta, la de la delincuencia, la de la inseguridad. Berta hizo su revolución: era hombre y es mujer. La irradiación de ese cambio se contagia, como quedó dicho, a la vida de Diana. Un recorrido posible para la lectura de Las cinco estaciones del amor es el que lleva de Elena a Berta, y pasa por Diana justamente. Sería otra manera de atravesar los treinta años en juego, sería otra manera de probar las acepciones de la palabra “revolución”. Pero hay más, Almino agrega algo más, y es que Berta concibe el plan de adueñarse de los documentos de Elena, de apropiarse de su identidad. ¿Qué quiere conseguir con eso? Regularizar sus papeles, legalizar su condición de mujer, evitarse problemas con la policía. Así razona, tal como razona que, si se casara, hasta podría conseguir la ciudadanía norteamericana: es un desvelo.

Un detalle, que a decir verdad no es tal: no es seguro que Elena esté muerta. Es una desaparecida: “no es, no está” (estoy citando al general Videla); pero no estando, tampoco está muerta. Diana enfrenta así un dilema moral (temerosa de toda distinción entre lo que es bueno y lo que es malo, ella no se atreve a llamarlo así) ante los propósitos declarados de Berta. ¿Qué hacer, entonces, con Elena? ¿No es Elena, acaso, la cifra dramática del pasado irrecuperable? ¿No es Elena la señal de una radicalidad que el presente no puede domesticar, atemperar, reconciliar? ¿No es Elena la expresión de lo totalmente irreparable, de lo que es incluso más irreparable que la muerte, porque no admite siquiera misas ni consuelos religiosos? ¿No implica Elena la única vigencia auténtica de aquel tiempo en este tiempo: la perduración de una misma injusticia, exigiendo una misma transformación medular de las cosas? ¿No habita en Elena en definitiva la única versión de veras corrosiva de la palabra “revolución”?

La novela atiende más a Berta que a Elena, porque Diana atiende más a Berta que a Elena. Pero Elena cobra así, justamente, su poderosa condición de ausente presente, de estar sin estar, la de la terrible comparecencia de lo que falta. Porque si hay alguien que no va a asistir a la reunión de los viejos amigos después de treinta años, es Elena. Si alguien no va a participar de las melancólicas ceremonias de las ilusiones perdidas, es Elena Su sola falta presenta la exigencia de que al menos sus ilusiones no se vuelvan ilusiones perdidas, ni se queden tampoco tan sólo en ilusiones.

21 de octubre de 2009

(*) Escritor y crítico argentino, autor de Ciencias morales y Museo de la revolución, entre otros libros.