Las Cinco Estaciones del Amor

Fragmento del Capítulo 1, Aventuras de la soledad (Alfaguara, México, 2003; Corregidor, Buenos Aires, 2009).

Las Cinco Estaciones del Amor, de João Almino

(Traducción de María Auxilio Salado y Antelma Cisneros)

Al contrario de Funes, el memorioso, el personaje de Borges que no olvidaba nada y se acordaba de todo, voy a atravesar mi río Lethes para olvidar todo, para tener la libertad de pensar y escribir espontáneamente, guiada sólo por el deseo. Haré a un lado el futuro, para no construir ilusiones ni prever desastres, lo que, en vez de evitarlos, tal vez los acelere. Quiero captar el instante, comenzar de cero. Sin la carga del pasado. Sin historia ni rumbo. Borrarme. Inmovilizarme.Condensar mi vida en el instante, vivir exclusivamente en él, de él, como mi perro Rodolfo, aquí a mis pies. El presente instantáneo. Un instante que se prolonga, como una figura borrada o como cuadro después de cuadro de una película que no deja de rodar. Cero, el momento en que escribo, a un paso del abismo y del paraíso. Conmigo es frecuente: ver la misma cosa como promesa de cielo o de infierno. En un parpadeo, lo claro se hace oscuro. Todo aquí depende de un tris, pende de un hilo, que puede ser desde la línea tenue de la que hablaba hasta mi humor o una nada de realidad.

Voy a apoyarme en la iluminación que tengo –creo finalmente que es de eso de lo que se trata, de iluminación– para dar el gran salto. A veces es mejor tener valor para recomenzar, para echar fuera. Incluso amores. No acostumbro conservar lo que me atormenta. Por eso necesito deshacerme completa y definitivamente de Eduardo. Si logro recomenzar de cero, estoy también cumpliendo fielmente la promesa hecha en el encuentro de hace treinta años. ¿Y los otros inútiles? ¿Harán un esfuerzo semejante de renovación espiritual?

El humo del cigarrillo sube del cenicero, como una chimenea. Rodolfo me espía de reojo, seguramente sospechando que tengo gusanos en el cerebro. Baja la cabeza sobre las patas, frunce las cejas y deja que su mirada triste se pierda en el infinito, un infinito más concreto que el mío y a la altura del suelo.

Digo que todo esto «sucede» ahora y no que «sucedió» un día, pues quiero describir esa presencia instantánea que está siempre en movimiento y se define por él, dejando las interminables manchas borradas que mencionaba; quiero mostrar ese instante por dentro. Presente instantáneo de lo ocurrido. Después de todo, el pasado es sólo un rastro del instante, en un instante cualquiera.

¿Entonces? En este instante pienso que voy a vivir sin rumbo, nada más viajando dentro de mí. Que lo importante en la vida no es alcanzar un objetivo, llegar a un lugar, sino disfrutar cada momento, pues, como el mundo no deja de dar vueltas, la forma del viaje es más importante que su destino. Que mis miedos y proyectos nada tienen que ver con la realidad objetiva, porque ando perturbada y ya perdí la noción de objetividad. No me interesa saber lo que es real más allá de la percepción instantánea, la que me incendia la mirada de sorpresa y dolor, una arruga en mi ceja, mi hombro derecho contraído, el cuerpo en desequilibrio, el asombro levantando mi mano izquierda, mientras, como en el cuadro de Caravaggio, mi mano derecha se suspende tensa sobre las ramas y frutos que se desordenan sobre la mesa, y mi dedo medio apuntando hacia abajo, de cuya punta se cuelga el ávido lagarto que me muerde. Al lado, el vaso de agua en el ángulo derecho del cuadro está quieto y translúcido, gotas visibles en su superficie. Contiene una camelia y sus ramas, hermana de la que traigo en mi cabello.

Mirando las hojas de papel, todavía en blanco, siento que las verdades están depositadas en larvas de palabras, a la espera de situaciones, las más banales e inesperadas, que puedan juntarlas unas con otras para darles cuerpo y sentido.

Después de muchas noches vacilantes, en que mi estado de salud empeora, descubro el huevo de Colón. La idea me viene cuando pienso en el alivio de no haber tenido que leer tantas noticias inquietantes desde que Berenice dejó de comprar los periódicos. Mi nueva ocupación va con seguridad a darme placer durante meses seguidos. No es solamente de los periódicos que no necesito. Tomo la decisión de separar la montaña de libros, cartas y otros papeles acumulados a lo largo de la vida, con la intención de transformarlos, como si fuera una máquina, en una mezcla harinosa de palabras, que después pondré –toda por completo– en el mismo saco. Sólo por tener esta idea, me siento leve y feliz y puedo finalmente continuar el relato. Prendo el estéreo, oigo el CD contagioso que me dio Jeremías de regalo y hasta bailo sola, como una loca, para conmemorar un no sé bien qué que desbloquea mi mente y mi alma. Por suerte, el único testigo de este estado de exaltación es Rodolfo, a quien hasta le gusta presenciar mis movimientos.

No es que haya tenido una idea brillante o siquiera inventado algo nuevo, lo sé. Desde que, hace cinco mil años, los sumerios acuñaron su escritura, para fijar mensajes, registrar hechos y pensamientos de manera perdurable… Desde que, hace casi cuatro mil años, los semitas crearon su alfabeto, padre de casi todos los sistemas alfabéticos del mundo, la escritura puede ser borrada, transformada y perdida. Desde que, hace sesenta mil años existe el lenguaje, la lengua puede comerse a la lengua y fijar para siempre el instante.

El método será el siguiente: supliré la ausencia de los papeles que voy rompiendo, con nuevas palabras, que voy escribiendo en las hojas de papel en blanco. Así, voy dejando en una hoja un dolor, en otra una alegría, en otra, además, luto y tristeza. De los libros basta extraer lo que quedó retenido en la memoria. Quiero libertar lo que pesa en ella.

De hecho, la memoria es un archivo de cajones cerrados. Varias de las llaves de los cajones son hechas de personas, objetos, cosas que nos rodean, de las cartas, fotografías y libros. Cada carta, cada una de ellas, abre un enorme cajón de recuerdos, que tal vez quedaría cerrado para siempre si la carta no estuviera ahí, exhibiendo físicamente sus frases. Al destruir cada carta, estaré abriendo uno de estos cajones, multiplicando, por lo tanto, las posibilidades de registro en mi relato de despedida, que pretendo ir componiendo poco a poco, un párrafo aquí, otro ahí.

Quedar desnuda y leve, deshacerme de los papeles, renacer libre de la carga del pasado, es todo lo que quiero. Con ideas marchitas es difícil vengarme de palabras adormecidas. Sin embargo, los papeles van a gritar, a llorar, al ser rotos, recobrando vida a las ideas y a los sentimientos en ellos almacenados. A partir de ahora, mis palabras de orden son: nada retenido, nada guardado. Ha llegado el momento de descargar lo que vengo acumulando. Y también de liberar las palabras de los bloques –de granito– hechos con las emociones que el tiempo calló. Que ellas salgan, como cuchillos afilados, esculpiendo el espíritu del instante. Quiero vivir como en un hipertexto que nunca deja de construirse, donde la escritura es un diálogo continuo e infinito con la mente, o un contrapunto de la vida. Borrar todos los libros, para dejar brillar, solo, el libro natural: aquel en el que se creía en Yucatán, el que no fue escrito por nadie, el que va pasando sus propias hojas, abriéndose cada día en una diferente, y que, por estar vivo, sangra cuando intentan dar vuelta a sus páginas. Mi revolución interior depende del valor de ir componiendo el texto, siempre en presente, mientras me deshago de los papeles acumulados. Los papeles eliminados aumentarán mi espacio de libertad.

Viendo mis arreglos, Berenice reclama:

  • –Disculpe doña Ana, pero está usted cometiendo una locura al deshacerse de los papeles.
  • –Puedes echarlos a la basura, Berenice.
  • –Es una tontería, mire lo que le digo.
  • –Entonces déjalos ahí, en aquel montón. Después decido.

Lo mejor es ir haciendo un enorme montón de papel. Puedo, por ejemplo, dejar separado en un rincón, por un tiempo, todo lo que diga respecto al amor, que, a pesar de haberme tratado tan mal, merece, al final de cuentas, mi consideración, pues en él caben todas las virtudes. Será la pila del amor, que tal vez me haga ver algo distinto de lo que la vida me ha enseñado o simplemente me confirme que ya no puedo tener lo imposible, o sea, el otro a la altura de mis sueños.

Voy a limpiar entrepaños, vaciar la casa, empezando por el cuarto que va a ser rentado, tal vez al propio Norberto. Los papeles que me incomodan son a tal grado parte de mi vida, que la única manera de deshacerme de ellos es transformarlos en la harina de palabras que mencioné, harina poca y densa, amasada a punto de convertirse en un libro de piedra, o sea, un libro de la vida, que es sencilla y misteriosa como la piedra.

Será mi versión del Libro absoluto que Mallarmé quiso escribir al final de su vida y acabó destruyendo antes de morir, o de aquel, citado en el cuento «La biblioteca de Babel» de Borges, que abarca perfectamente a todos los demás. Su elaboración deberá ayudar a liberarme de los libros de mi biblioteca y de los papeles acumulados –cartas, anotaciones, poemas, páginas y páginas de diarios y otros escritos. Será mi museo de todo, cajón de basura o archivo.

Sigo en la lucha, entonces. Y desde el principio esta es mi odisea de muchas olas y corrientes, donde enfrento vientos y tempestades en un mar infinito, mar de muchos encuentros, donde viajo sola. Sola con mis papeles y mi pluma.


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