
Ciudad Libre
Pasaje # 1 de Cidade Livre – João Almino. Traducción al español por Aileen El-Kadi
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Cidade Livre, novela de João AlminoEn el estado en el que estaba y ya con ochenta años, papá, cuando se olvidaba de un detalle, inventaba otros y hasta fabricaba fechas precisas, pero yo también fui testigo de muchas cosas cuando viví en la Ciudad Libre de los seis a los diez años de edad, antes de mudarme con tía Francisca a una de las casitas de la W-3 Sur en el Plano Piloto, y podía, por lo tanto, completar y corregir la memoria de papá con la mía, bastando, para empezar a construir la historia, rellenar las frases secas que oía de él con sol, polvo, lágrimas y miedo, y también con todo lo demás con que debía hacerse una historia de la Cuidad Libre: con máquinas y tractores, con hormigonera, excavadoras, motoniveladoras, rollos Tander, usinas volumétricas, grúas, con estacas Franki perforando el suelo, con simples tablas de madera y también con noches, bares y prostitutas. Una historia que yo podía contar como epopeya de hombres y máquinas creando una nueva ciudad, candangos[1], muchos candangos, sobretodo hombres que llegaban sin sus mujeres con la esperanza de ser contratados en las empresas constructoras, trayendo valijas de madera y atados de ropas, una jarrita de aluminio y un cuchillo atados al cinturón, como era la costumbre de Valdivino.
Hace seis meses que murió papá y que decidí concluir el libro, meses que a veces han cubierto de luto estas palabras, y que otras me han ayudado a excavar del olvido algunos brillos de vida, mientras recojo frases en el desierto, a tal punto que mis amigos del periódico notaron mi indiferencia con las discusiones políticas del momento – justo yo, que ya fui tan inconformado y combativo. Mi vida transcurre en dos planos distintos: llevo los chicos a la escuela, llamo al plomero para arreglar el grifo de la pileta, limpio la piscina y, al mismo tiempo, es como si estuviera viviendo en un mundo otro, de historia única y eterna, que aún no conozco completa y que yo mismo voy intentando componer.
Con este capítulo casi escrito y otros a camino, llenos de notas y partes ya escritas, me quedo sentado a la mesa del balcón, apoyando mis codos en su tablero de vidrio, fumando mi pipa, tomando café o bebiendo Campari, oyendo sapos al principio de la noche, recordando otros sapos, y de repente una mortaja cubre todo, hasta el bello paisaje frente a mí, y esta historia comienza a avinagrarse. Paro, respiro el aire de allá afuera, veo las luces de la ciudad brillando sobre el lago, hurgo en otros rincones de los recuerdos y sigo noche adentro, desbastando caminos de inquietud, a veces por horas y horas sin avanzar una línea. En otras, trato de contener el raudal de palabras que bajan desorganizadas de un fuerte recuerdo, como cuando me contaron detalles de la posible muerte de Valdivino, me sentí traicionado por tía Francisca y salí de casa peleado con papá. Lo peor es que hasta ahora el blog no sirvió para nada, ningún seguidor, ningún comentario útil, tal vez porque yo quiera esconder la verdadera razón para estar aquí escribiendo, razón únicamente mía, de quien trata de disfrazar en las palabras el sufrimiento y el martirio humano, de quien fue abandonado por todos los dioses y aun así espera por el renacimiento y el descubrimiento, de quien se siente culpable por la muerte de su padre. Sin embargo no quiero hablar de mí, no soy tan loco como dicen los médicos, no soy paranoico ni estoy fantaseando nada, mi locura fue apenas temporaria, y ya de eso hace muchos años.
Hubo una época en que yo tenía ocho años y en el que papá era mi modelo de gran hombre, severo y justo en las decisiones; una época en la que él era culto, inteligente, sabía de todo y me trataba como un hijo de verdad, su autoridad exprimiéndose en los gestos enérgicos y en las frases cortas. Las desgracias que lo habían golpeado antes de venir a la Ciudad Libre no lo habían amargado. Pero no lo conocí de una sola vez, la imagen que de él hice se fue componiendo a lo largo de los años e, incluso ahora, después de su muerte, aún no está completa. De una novela se esperaría que no hubiese dudas sobre los contornos morales de los personajes principales o sobre hechos decisivos de sus vidas, y por eso por suerte no fabulo y debo contentarme con lo que sé. ¿Para qué tratar de corregir en el papel lo que en la vida estuvo equivocado? ¿Para qué forjar una respuesta para aquello que se presenta apenas y siempre como incógnita?
Si yo pudiera seguiría la charla con papá. Lo extraño, y mi corazón mezcla sentimientos que no deberían estar mezclados, de ternura y odio, mientras me quedo dándole vueltas a sus palabras, y un viento fuerte golpea las palmeras, secreteando suposiciones y ayudándome a martillar el teclado de la computadora.
Miro hacia el fondo del jardín, donde, en el oscuro, árboles bajos, que planté hace un año, se agitan nerviosas. Veo un bulto. Papá!, llamo. Silencio. Aún oigo su voz, como eco, allá en el fondo de mi miedo. ¿Qué dice? Repite la versión de Íris: Valdivino nunca se murió. Ya no protesto, la rabia de antiguamente, revisitada, sólo es recuerdo de rabia, acepto lo que me dice, con su voz frágil y enferma, cargada por el viento. Papá!, lo llamo nuevamente y me caen lágrimas de los ojos, mientras gira en mi cabeza un torbellino de imágenes, de ideas y de sentimientos contradictorios, y entonces me veo niño, el chico llorón de quien tía Francisca se quejaba, antes de acariciarlo en su falda.
Justo después que se apagaban las luces del generador, yo cerraba los ojos, nunca lograba ver el bicho del sueño que tía Francisca me decía que venía a ponerme a dormir y temía que Valdivino se me apareciera y me culpara por su muerte. Los chicos tienen esas cosas, él se aparecía en mi miedo con su modo tímido y supersticioso, haciendo sus preguntas sin sentido, llorando por cualquier cosa, llorando tanto en uno de mis sueños que a mí alrededor se formaba un charco de lágrimas, y aún así yo no me emocionaba. ¿Pero estaría muerto?
Mi insomnio de hoy es la prolongación de aquellas horas cuando, en la oscuridad de la noche, oía ruidos de borrachos por la calle, los ladridos de mi perro Tufão, las araras que vivían en el fondo de la casa o algún búho solitario, y abría los ojos para el caleidoscopio de grises y negros que dibujaban monstruos en las paredes.
Para dar vida a la historia, bastaba transportarme a un día de mi infancia, imaginarme en medio a una avenida de la Ciudad Libre, y entonces vería a mis tías desfilando sus formas y morisquetas, Valdivino sentado en frente a una mesita transcribiendo cartas, papá conversando en la puerta de un bar, una niña de trenzas y ojos negros andando de bicicleta, Tufão siguiéndome, y vería el colorido de las tiendas, los edificios de madera, coches gorditos y negros estacionados en la banquina con sus ruedas exhibiendo círculos blancos, y entonces subiría un olor a gasolina, a aceite, a basureros y bosta de caballo, y aparecerían en pantalla grande y a colores historias de crímenes, pecados, desesperaciones y grandes futuros.
Miro hacia un día de mi infancia y veo tres personajes masculinos conversando en frente a nuestra casa, para donde tía Francisca acaba de traer algunas sillas, y ni siquiera necesito describirles la casa de madera y sin vereda igual a tantas otras que se ven en las fotografías de aquellos tiempos, frente a la cual, les iba diciendo, los tres personajes conversan conversaciones silenciosas, gesticulan frases, enuncian palabras que no oigo o, si oigo, no entiendo y, si entiendo, no me interesan, uno de ellos de rostro oval, blanco y bien afeitado, con alguna marca de disgusto, mirada aguda y jocosa, expresión de hombre exitoso, que acumuló experiencias por la vida. Tufão está sentado a su lado, oyendo las charlas con la oreja parada. Es papá.
El segundo, con las manos para atrás de las cuales cuelga un sobrero, tiene un cuerpo musculoso y bien moldeado, aire firme y franco en su rostro quemado por el sol, bigotes bien recortados, y quien lo mirase sentiría envidia de su apariencia feliz. Es Roberto, cuando aún no se sabía si sería novio de tía Francisca o de tía Matilde.
El tercero, de una simplicidad tosca, con un sombrero demasiado grande para su pequeña cabeza, es hablador, parece inteligente y es el único con espuelas en las botas, habiendo llegado montado en un burro, pero, si atrae mi atención, es por su fragilidad. Cuando saca las manos de los bolsillos, gesticula sin parar, se mueve para el frente y para atrás sobre sus piernas de cabrito y da la impresión de que saldrá volando si soplado por el viento. Los otros dos, cuando pasan por él, lo miran de arriba abajo. Por la descripción ustedes ya habrán adivinado: es Valdivino.
¿Qué nostalgia es esa que sentimos de una felicidad inventada por el recuerdo? No, no es de hoy mi desconfianza ni mi duda, que estaban ya ahí desde mis tiempos de niño, pero tuve que esperar varios años para percibirlas. Mis deseos cambiaron, mis aspiraciones son otras, fui exitoso antes de perder casi todo, pero las horas pasan de la misma forma en otros relojes, y el sol, delante de las construcciones que llenaron el paisaje, pinta con los mismos colores la mañana e igualmente los esconde en el crepúsculo. Usted, mi único y fiel seguidor del blog, tiene razón, ¿por qué revolver en lo que está quieto y olvidado?
En aquella primera noche en la que reencontré a papá para quitarme mis dudas, él negó el asesinato de Valdivino, era delicado para mí resucitar la antigua sospecha, y era mejor, me dijo, creer en la versión de la profetisa del Jardim da Salvação, Íris Quelemém, que Valdivino no se había muerto y que tal vez no se muriera nunca, fuera siempre un insomne y un sonámbulo, aún andaba suelto, caminando día y noche por la floresta, en busca de Z, la ciudad perdida. Deja eso, João, son aguas pasadas.
A veces, cuando me quedaba ensimismado en mis devaneos, me invadía la memoria nuestra vida en la Ciudad Libre, hecha de lugares y escenas, así como de historias de papá, de mis tías y de otros personajes a nuestra vuelta –entre ellos, principalmente Valdivino–, las cosas, los hechos y personas de mi infancia exhibidos como en una enorme fotografía de familia o como en un tablero distante donde la variedad ya se había deshecho en la uniformidad impuesta por el tiempo. Solamente papá podía, por primera vez, reorganizar las piezas de aquel tablero y retirar de la inmovilidad mi memoria. Es que él no está muerto, nadie lo mató, me contestaba papá, está viajando o apenas durmiendo, como dijo Íris.
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Pasaje # 2 «Segunda noche: De cuerpo y alma»
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Cidade Livre, novela de João AlminoEn la segunda noche, cuando busqué a papá para completar mi historia de la Ciudad Libre, él me recordó, entre cuatro paredes de un blanco sucio, , que, pocos días antes de la inauguración de Brasilia y, por lo tanto, del supuesto asesinato de Valdivino, había reunido todo lo que hubo escrito desde que llegamos en 1956, juntando allí también declaraciones que él pudo recoger de gente famosa sobre la ciudad en construcción, y escribió un artículo, su primer artículo, con el cual pretendía marcar la fecha.
Creía que había llegado, con Brasilia, su momento de gloria, sobre todo porque, desde abril del año anterior, después de intentos frustrados, había logrado obtener algún reconocimiento de la asesoría del presidente para su actividad de acompañar los visitantes ilustres, recibiendo la autorización para hacerlo en dos ocasiones, cuando habían estado en Brasilia el primer ministro cubano, Fidel Castro Ruz, y el escritor y ministro de Cultura de Francia André Malraux. Había preparado, entonces, aquella materia que, en un papel amarillento, encontré entre los documentos desenterrados, y la había enviado a un periódico carioca[2] y también a A Tribuna, un semanario que había sido fundado en la Ciudad Libre en 1958.
Papá no lograba pillar ni una sola frase de la charla entre JK y Fidel Castro, en la biblioteca del Palacio de la Alvorada, en el día 13 de abril de 1959, y lo que le había servido de base a su artículo fue el relato de JK que había oído de terceros y transcripto minuciosamente en uno de los cuadernos Avante que consulté. Hizo muy bien, decía, asertiva, tía Matilde, a propósito de Fidel, al leer que JK no había podido dialogar con él sobre la Operación Pan-Americana, porque él, en palabras de JK, «no comprende el diálogo», «es hombre de monólogos», había hablado durante dos horas sin parar, y, cuando el presidente brasileño intentó interrumpirlo para el almuerzo a la una de la tarde o amagaba con levantarse, Fidel lo tomaba del brazo y hablaba con más vehemencia, lo que hizo con que el almuerzo terminara tres horas después. El presidente debería haber aprovechado para aprender al menos el abecé sobre el comunismo y la revolución cubana, provocaba tía Matilde, a lo que papá contestaba, Pero yo oí en la radio, una semana después que Fidel se fue de aquí, que él en los Estados Unidos aclaró el mal-entendido diciendo al vice-presidente Nixon: «yo sé que el mundo piensa que somos comunistas, y yo he dicho muy claramente que no somos comunistas; muy claramente» – papá enfatizaba con su tono de voz las palabras «no somos» y «muy claramente», Pero eso fue en la prehistoria, retrucaba tía Matilde.
Creo que fue por aquella época que tía Matilde empezó a tomarle el gusto a la idea de revolución, influenciada por Roberto y acompañando las noticias sobre las coaliciones campesinas del nordeste, y, si bien en aquella época yo no entendía sus puntos de vista, un día llegaron a sellar mi cercanía con ella. Tía Francisca buscaba alejarla de aquella idea, Quieren destruir todo, quitarle a unos para darle a los otros, Y tú, que eres tan religiosa, deberías estar de acuerdo, pues es eso lo que enseña la religión, No con destrucción ni con violencia, no es quitándole a la fuerza del que tiene, Yo quería ver una revolución, decía yo, a lo que papá replicaba, No digas tonterías, João, esas son locuras de tu tía, las leyes deben ser respetadas, para eso existe el derecho de propiedad, nadie me va a tomar lo que tengo, Pero tú no eres latifundista, no tienes a que temerle, afirmaba tía Matilde, En una revolución, ni Roberto se salvaría, iría a ser guillotinado, como en Francia, preveía tía Francisca, Los tiempos son otros, decía tía Matilde, Bueno, sería fusilado, corregía tía Francisca, eso es de la boca para fuera, es teoría, ella no puede estar hablando en serio, hace eso para provocarnos, ella tiene una vida cómoda, no querrá perder su comodidad, provocaba papá, La familia de Roberto tiene tierras, entonces esa su postura es puro bla-bla, él no querrá perder herencia, quiere apenas divertirse y divertirnos con sus ideas, agregaba tía Francisca.
Cuando hablaba de revolución, Roberto discrepaba con tía Matilde, pues para él la economía no estaba en colapso ni el Estado en completa falencia, no vivíamos la crisis final del capitalismo, ni la corrupción era tan grande así, él le tenía simpatía al gobierno, No se puede creer en todo lo que andan diciendo por ahí, Matilde, dime ¿quiénes son los corruptos? Estamos en un bote agujereado, Roberto, insistía tía Matilde.
Es cierto que, día más día menos, aquí también habrá una revolución, concluía tía Matilde. Sería una desgracia, afirmaba tía Francisca. Los capitales desaparecerían, se terminaría la industria, entonces sí que la economía se iría al infierno, ¿de qué sirve distribuir pobreza?, argumentaba papá, a quien lo que importaba eran sus propias cuentas: si salía lucrando, la economía y el país iban bien. Podría ser al principio, pero después llegaría el progreso, como sucedió en la Unión Soviética, respondía tía Matilde. El comunismo nunca prosperaría en Brasil, nuestro carácter no es para eso, contestaba tía Francisca. En aquella época yo me sentía más cercano a tía Francisca de que a tía Matilde y creía que tía Francisca, y no tía Matilde, tenía razón, exactamente lo contrario de lo que ocurrió años después, cuando, ya adulto, reencontré tía Matilde en circunstancias que un niño aún no podía imaginar.
El artículo de papá, que no reflejaba toda la riqueza de aquella discusión, reproducía la frase que Fidel, según contó JK, habría pronunciado con cierta emoción en el helicóptero a camino del aeropuerto al ver desde lo alto la ciudad en construcción: «Es una felicidad ser joven en este país, presidente.» Ya los discursos de André Malraux, del 25 de agosto de aquel mismo año de 1959, papá pudo transcribir casi en su totalidad, en ellos citando que Brasilia era «la ciudad más audaz que Occidente había concebido» y «la primera de las capitales de la nueva civilización». En el mismo artículo, papá daba a entender que había acompañado a Georges Mathieu en la visita que este pintor francés hizo a Brasilia el 17 de noviembre de 1959, cuando se refirió a la construcción de Brasilia como «el nacimiento de un milagro» y «una de las mayores epopeyas de la historia de los hombres, tal vez la mayor… si Valéry hubiera visto Brasilia, tal vez dudaría de la mortalidad de las civilizaciones. Después de siete siglos, en el curso de los cuales la búsqueda de evidencia nos ocultó la verdad, nuestro Occidente reencuentra el camino de su verdadera vocación, por la ruta de Brasilia. ¡Nunca el mundo tuvo tantas razones de esperanzas como tiene hoy con ustedes, brasileños!» Finalmente, papá concluía su artículo citando las palabras que el crítico de arte José Gudiol había pronunciado en septiembre de 1959: «Brasilia no es apenas el mayor emprendimiento llevado a cabo en nuestro mundo, sino un intento loable para hallar el camino de la libertad internacional de la humanidad.» Aquella era la meta mayor, repetía papá a tía Matilde, cuando ella lo provocaba con sus críticas: la libertad internacional de la humanidad. ¡Y yo creía en eso!, decía ella, irónica.
La materia no tuvo repercusión, pero explica porque papá logró ser invitado como periodista a la inauguración del primer gran periódico de Brasilia y también a la fiesta que tendría lugar en el Palacio del Planalto en la noche del día 21 de abril.
Un día antes de la inauguración, en la mañana en que me desperté soñando con los pechos de tía Matilde, papá me había obligado a leer su artículo y me había dicho, João, un día lo entenderás, tienes que asistir a la fiesta de inauguración de Brasilia, aquí se está haciendo historia. Y entonces me dio de regalo, además de una camisa de lino blanca, un reloj, mi primer reloj –un segundero suizo marca Bulova –, para que me acordara exactamente a qué horas cada ceremonia ocurriría. Esto jamás se repetirá, pon atención a todo lo que sucederá en esos próximos dos días, lo entenderás, este regalo es mejor que una bicicleta –y luego me imaginé exhibiéndolo a la niña de trenzas en una calle de Velhacap.
Otras veces papá me había recomendado que grabara fechas que él consideraba marcos de construcción de la ciudad o entonces me decía, João, grábate esta historia, y narraba hechos de los cuales se había enterado, como cuando Sayão le contó que los Estados Unidos le había pedido a la Novacap una excepción para que su lote número 1 pudiera ser mayor que los otros, y, para evitar celos, se determinó no sólo que todos serían iguales, sino también que el del número 1 pasaría a ser el de la Santa Fe, por ser Brasil un país católico, el de número 2 le correspondería al descubridor y colonizador de Brasil, Portugal, y el de número 3 a los Estados Unidos, primer país que había reconocido al Brasil independiente.
Esta vez papá quería que yo cronometrara el desfile de todos los acontecimientos del día. ¿Puedo llevar a Tufão? No, habría una multitud, y Tufão se perdería, era mejor dejarlo en casa, donde en un rincón pondríamos agua y comida, que no me preocupara, él no se escaparía.
Mi memoria puede fallar, pero en aquel día 20 de abril me acuerdo de Valdivino en los mínimos detalles, en su voz mansa y en su modo frágil y delicado de ser. A las cinco de la tarde, fui con él, papá, tía Matilde y Roberto a presenciar la ceremonia de entrega de las llaves de la ciudad por el presidente de la Novacap, Israel Pinheiro, al presidente JK. Valdivino, inquieto, aguardaba la presencia de la mujer de su vida, de quien siempre creaba misterio y sobre quien no dejaba de hablar, una mujer más importante que el papa, la única capaz de sacramentar el nacimiento de la nueva civilización.
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