Sobre “Las cinco estaciones del amor” de João Almino

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Prefacio a “Las cinco estaciones del amor”, de João Almino
(ediciones Corregidor, Buenos Aires, 2009)

Por Silviano Santiago

Resulta luminoso el parágrafo que abre Las cinco estaciones del amor (2001), la premiada novela de João Almino. En la madurez, se observan mejor los hechos de la vida después de dos días de “crisis y revelación”. Aquella es motor de ésta, y ambas son sucesivamente despertadas en la mente de la narradora-personaje por una carta enviada desde San Francisco, California. La carta viene firmada por un/a antiguo/a amigo/a (la indefinición en el género del/a remitente se impone). Crisis y revelación repercuten en una de esas tardes calientes de Brasilia en que los ojos, la imaginación y el corazón renovados de la destinataria de la carta desnudan el paisaje de la vida vivida, reflejando la esterilidad del recuerdo que ya no fecunda los días presentes y futuros. El primer parágrafo de la novela dice además: “Hay errores que solo aparecen con la experiencia, cuando ya no conseguimos corregirlos”.
La carta enviada desde San Francisco llega a las manos de Ana/Diana, narradora-personaje de Las cinco estaciones del amor, el día que cumple 55 años. Ella es profesora jubilada de Historia, de la Universidad de Brasilia. En la carta, Norberto – o Berta, como comenzó a llamarse después de la cirugía transexual, del pesado maquillaje y del guardarropa nuevo- anuncia la próxima llegada a la capital federal y, en recuerdo del compromiso asumido treinta años por el “grupo de inútiles”, del que formaban parte, convoca a los sobrevivientes para que se reúnan el viernes 31 de diciembre de 1999 por la noche. Dispersos por Brasil y el mundo, las reinas se reunirían en Brasilia para el fin de año del milenio. Durante la cena conmemorativa, harían el balance de sus respectivas vidas en conformidad con el acuerdo sellado en un histórico viaje místico por el Jardín de la Salvación.
En crisis de descubrimientos, Ana/Diana se da cuenta de que los días pasados se fueron definitivamente y, por ello, ya no existe la oportunidad de arreglar los errores y los equívocos de la vida vivida, que pasa a figurársele como vacía. Dado que los hechos antiguos no son pasibles de remedo en el momento en que revelan lo que verdaderamente significan, ella tampoco dispone de instrumentos que podrían “evitar lo que va a ocurrir”. De brazos cruzados, Ana/Diana se entrega al instante presente y a la exploración de su plenitud. Por un lado, aprende a convivir con los errores pasados y con la imposibilidad de transformarlos en algo positivo. Por otro lado, acata los días futuros formateados no sólo por los antiguos errores, sino también por la crisis y la revelación detonadas por la carta de Norberto, el viejo compañero de inutilidades y hoy travesti asumido. Colocada contra la pared del siglo que se va, y del milenio que se anuncia en el reencuentro con los antiguos compañeros, Ana/Diana es la primera del grupo que se impone un balance subjetivo y generacional como tarea diaria. Esta exige un cambio drástico de comportamiento, de vida.
A la voz castrada de la experiencia, João Almino había contrapuesto – en un epígrafe tomado del poeta João Cabral de Melo Neto- el refugio en la cantinela de lo cotidiano. Ella reza que la vida se nos presente en alternativas insalubres o redentoras –o se mata el tiempo o se vivencia a flor de piel. O se tiene el coraje de dar como perdido el tiempo pasado, en actitud radical y antiproustiana, o –como apunta João Cabral- se sube uno a la vida “mientras (el tiempo) ocurre, en vivo”. Al matar el pasado y la vida futura de un solo mazazo, la narradora recurre al subterfugio de la imaginación, esa “falsa demente”, como la llamó correctamente Carlos Drummond de Andrade en el poema “Dissolução”. La falsa demente incita al ser humano –como aconsejan los versos en el epígrafe- a vivir “en punta de aguja (…), vivir la aguja de un solo instante, plenamente”.
Cuando me adentré por el primer parágrafo de la novela de João Almino y releí los versos de João Cabral en el lugar que pasaron a ocupar, no conseguí deshacerme de la imagen de un long play silencio, en 33 1/3 RPM (rotaciones por minuto), depositado en un tocadiscos. Allí estaban las dos raíces teóricas que, imbricadas explicitaban el “commencement” (para retomar el clásico concepto de Roland Barthes) de la magnífica prosa que iría a leer. El long play sonaría -¡y qué bello sonido decoraría el espacio interior de la novela e invadiría el ambiente de la lectura!- si dejase que su microsurco espiralado fuese herido, despertado y afilado por la aguja de la vitrola de lo cotidiano.
Al caminar por el microsurco del borde externo hacia el centro del vinilo, la aguja vibra y las vibraciones son transformadas en señales eléctricas de la prosa de Las cinco estaciones del amor. “Vivir la aguja de un solo instante, plenamente” – como preanuncia el epígrafe. (Por asociación de ideas o porque Brasilia es una de las capitales de la música pop brasileña, recuerdo el sonido de la guitarra de Fernando Deluqui y la voz de Paulo Ricardo, de la banda RPM. Él comienza a cantar “Alborada Voraz”: “En el cambio de siglo / Alborada Voraz / nos esperan ejércitos / (…) el rostro del mal / un grito de horror / un hecho normal / un éxtasis de dolor / El miedo de todo / Miedo de nada / Miedo de la vida / Así dispuesta / uniforme y fuerza / forjan los engaños / farsas y juegos / armas de fuego / un corte expuesto / en su rostro amor…”.)
Leídas las primeras páginas de la novela, me siento reconfortado. La aguja del tocadiscos cabralino había obedecido a la orden dada por el botón de control, perdón, por el primer parágrafo. Comienza a vibrar, y las señales eléctricas, al explotar en el parlante de la página, enuncian las palabras y el silencio grabados en el microsurco espiralado. Palabras y silencio orientan al lector desde el borde (del epígrafe y del primer parágrafo) hacia el eje de rotación de la trama novelesca –o punto central del tocadiscos, desde donde la narradora comanda la acción. Ana/Diana es finisecular y, en evidente desprecio por la tecnología old-fashioned del círculo de vinilo (evocada por el prefaciador, inmerso en recuerdos), confiesa la preferencia por la barredura hecha por el rayo laser

Activo el sonido, oigo el CD animado que Jeremías me dio de regalo y hasta bailo sola, como una loca, para conmemorar un no sé bien qué que desbloquea mi mente y mi alma (53)

La carta de Norberto/Berta ya había sido asimilada por la loca profesora jubilada. En las vísperas del nuevo milenio, su mente, su mente y su alma son desbloqueadas por el baile solitario. Al sonido del CD, Ana/Diana conmemora algo –¿el proyecto del balance de lo vivido? ¿el comienzo de la vida? ¿el resto de la vida?- desprovisto, todavía, de significado. Le compete, por la escritura, dar sentido a lo que se le presenta como informe: “Es de ahí que me viene la idea de escribir el relato. Mi versión del balance de vida prometido para el encuentro (decidido en el Jardín de la Salvación treinta años atrás y agendado en San Francisco por Norberto/Berta)” (43)
Crisis y revelación, punta de aguja y microsurco –respectivamente, fundamento temático y teórico del relato de Ana/Diana – ocultan la presencia del pasado en el presente y obstruyen la entrada del futuro connivente y esperanzador. Sin historia, ni rumbo, la profesora jubilada de Historia se dirige hacia el balcón de la vida, desde donde pretende revelar la plenitud del instante presente. Aclara: “No será un diario, sino un libro de mi presente en movimiento, en donde las fronteras entre el pasado y el futuro hayan desaparecido. Un presente en movimiento hasta el fin de mis días” (47). Contradictoria o paradójicamente, el balance de la vivencia – el relato de una vida vivida y por vivir- estará siendo escrito “en punta de aguja” por la narradora. Ana/Diana pasa a vivir –y a escribir palabras- “en el instante finísimo en que ocurre”. En la brecha abierta por el presente, no se bebe saber en la fuente de la memoria o de la experiencia; inmersos en ella, el cuerpo y el alma fluctúan gloriosamente en las aguas de la utopía.
En un lenguaje que recuerda a los maestros Carlos Drummond y João Cabral, la narradora desea “que ellas (las palabras) salgan, como cuchillos afilados, esculpiendo el espíritu del instante” (52). Antes, ya había mencionado el instrumento de que se está valiendo para “esculpir el espíritu del instante”: “Tomo la pluma como si fuera la pistola que compré. La dirijo hacia el papel, dispuesta a disparar” (45).
En 1999, en Brasilia y en todo el mundo globalizado, la escritura ficcional es mortífera. Pluma y pistola apuntan y tiran tinta y balas. (Los “cuchillos afilados” permanecen en el inconsciente del relato. Solo serán liberados en el capítulo final). Pluma y pistola pertenecen, por lo tanto, al “tiempo de los asesinos” (Arthur Rimbaud), y se equiparan, respectivamente, en el trabajo de balance de la vida personal y en la vivencia cotidiana de los ciudadanos en las metrópolis. Durante el recorrido de Las cinco estaciones del amor, pluma y pistola estarán actuando lado a lado de los variadísimos personajes y, en calidad de copartícipes del relato, serán los legítimos responsables por la lenta y rocambolesca composición del no sé bien qué, que compete a la narradora significar, tomada por la música del CD. En el relato, impera, por lo tanto, el miedo, de que hablan la paranoia errante, la canción “Alborada voraz” en la voz de Paulo Ricardo, y antiguos poemas de Carlos Drummond. En el poema “Nuestro tiempo”, Drummond resumió la actualidad: “Tiempo de cinco sentido / en un solo”. Hay peligro en volver a mirar el pasado. El peligro ronda los días actuales de los ciudadanos de la antigua y pacata Brasilia.
La inseguridad –en la selva de asfalto y delante de la vida pasada y futura- es la llave maestra del relato “en punta de aguja”. Por ello, al revisar minuciosamente los documentos, cartas y anotaciones que atestiguarían a favor de los días vividos inútilmente, la narradora concluye con palabras todavía inspiradas por los versos del epígrafe: “Es entonces que desarrollo la teoría del instantaneísmo, cuya premisa es simple: la realidad, hecha de materia y espíritu, es el instante presente. La verdad sólo existe completamente en el instante” (47).
En el proyecto teórico del relato, la verdad esculpida por el espíritu del instante desprecia la enseñanza clásica de la cadena aritmética para confundirse con el cero absoluto de la escrita ficcional asesina. No hay número entero negativo que preceda al cero (-1); no hay número entero positivo que suceda al cero (1). La vida no se resbaló en el despeñadero. La grandeza de la utopía producirá alborozo en la mente. El relato escrito a pluma y/o con la pistola hace que el valor nulo signifique. Dice el texto: “Quiero captar el instante, comenzar de cero. (…) Cero, el momento en que escribo, a un paso del abismo y del paraíso. Conmigo es frecuente: ver la misma cosa como promesa de cielo o de infierno. En un parpadeo, lo claro se hace oscuro” (48).
En el proyecto teórico del relato, tal como es expuesto por la narradora, el cero de la escritura de la vida no conduce a la inacción ni al silencio. Es un indecidible (cielo/infierno, claro/oscuro). El cero es palabra y es promesa de comienzo –o de nueva mirada, si el lector recuerda el modo en que se da el proceso de conversión al catolicismo en la poesía de Murilo Mendes – para la vida y su relato.
Lo indecidible temporal y temático se sobrepone a lo indecidible en el plano de la narradora y de los personajes homosexuales, que venían acompañando al lector desde las páginas iniciales. El fuerte de Ana/Diana –como fue anunciado- es lo indecidible de personae. Desde el primer capítulo ella se desdobla en “Diana, la aventurera; Ana, la recatada. Diana, la valiente; Ana, la que sufría las consecuencias de su valentía” (23). Se sobrepone además a lo indecidible de género (gender), como es el caso de Norberto/Berta, que propició la crisis, la revelación y el relato de Ana/Diana.
Bisexual en la juventud (es padre de un hijo), Norberto se fue asumiendo progresivamente como homosexual, hasta presentarse como Berta, el travesti. Sin la indispensable identidad femenina en los documentos, Berta espera reaparecer en Brasilia, ocupando el lugar vacío dejado por Helena, la amiga y guerrillera asesinada en Araguaia por la represión militar y dada por la dictadura como desaparecida (68/9). Frustrada en su intento de clonación, Berta acaba por comprar documentos falsos en un registro civil de Goiás. A partir de la mitad de la novela, Norberto es Mona Habib, una libanesa cuya familia había regresado a tierra natal (121). Las sucesivas y la definitiva metamorfosis identitaria de Norberto disgustan a Ana/Diana, su mejor y más íntima amiga. En rebelión sentimental y amorosa, comienza a sentirse agredida por las fantasías pecaminosas y los inventos sexuales desarrolladas por el travesti en la vida nocturna de Brasilia.
Diana/Ana reencuentra en el pasado el dictado de la consciencia moral conservadora, lo recupera para liberarlo en una actitud imprevista: expulsa a Berta de la casa.
Detectamos el cambio brusco en el comportamiento sentimental y amoroso de Diana/Ana para llamar la atención sobre una revuelta definitiva en el relato. En mitad de este, el principal drama trabajado ya no son las continuas e interminables transformaciones por las que viene pasando la nueva Ana/Diana, operadas por la destrucción de anotaciones personales y de documentos antiguos, que atestiguaban acerca del equívoco y la inutilidad de la propia vida. El principal conflicto de Las cinco estaciones del amor pasa a residir en el modo en que el proyecto teórico del relato –imaginado en el parágrafo de apertura, con el respaldo de los versos de João Cabral– se contradice con el retorno intempestivo, inconveniente y agresivo de sentimientos y emociones intolerantes (por decir lo mínimo) que –el lector cree- habían sido sepultados por Ana/Diana en el círculo de vinilo.
El microsurco novelesco de lo cotidiano es representado por los valores del pasado y por palabras tan homofóbicas e inquisitorias como las escrituras en el viejo papelerío, que estaba siendo quemado o tirado en el cesto de la basura de la historia personal. El proyecto teórico del relato se transforma en otro para que la vida continúe igual a ayer y se abra a un futuro posible. Así como, en virtud de la represión militar, el proyecto teórico de guerrilla de los años 1960 se distanció gradualmente de las buenas intenciones revolucionarias, el proyecto teórico del relato, en virtud de la actitud represiva de Diana/Ana a las puertas de un nuevo milenio, se distancia de la vida a ser vivida en punta de aguja. A pesar de la entrega a la danza del instante, la mente y el alma de Ana/Diana volvieron a ser bloqueadas, ahora por fuerza imperiosa del neoconservadurismo finisecular.
La pistola comanda la escritura del relato a la pluma.
La personaje-narradora cede pues el lugar de relevancia a Berta, que empieza a ganar contornos de única y verdadera heroína del relato teórico y auténtica disparadora de los dramas asesinos y absurdos de quien decide vivir la vida en punta de aguja. Si la carta enviada en San Francisco provocó una crisis y revelación en Ana/Diana, la presencia en vivo y en colores de Berta en la vida social brasiliense tensiona el armado balbuceante de amistad amorosa que por ella dice nutrir. La narradora personaje instituye la posibilidad y ahora impide la realización del amor platónico entre mujeres que fueron más allá de la diferencia biológica. ¿Para qué dejar aflorar en el relato libertario el placer apasionante de sexo entre hombre y mujer que no sigue el ordenamiento papá-mamá?
Berta no se deja confundir por las buenas intenciones seudoamorosas y revolucionarias de Ana, su anfitriona y mejor amiga, y de su relato, entregado al lector como un work in progress. Despierta Diana, la valiente, del sueño letárgico en que pasó a vivir en los momentos de apaciguamiento de Ana, la recatada, y sin medias tintas le dice en su cara: “Lo que tienes son prejuicios en contra de las personas como yo. No crees que estoy interesada en encontrar a alguien que me ame. Piensas que cambio de hombres a diestra y siniestra.” (123). Sólo Paco, otro homosexual del grupo de inútiles, porfiado en las buenas intenciones revolucionarias del proyecto teórico de vida, cuestiona la actitud arrogante y arbitraria de Diana, que comienza a enturbiar y oscurecer el relato cristalino en punta de aguja. Léase el diálogo entre Diana y Paco, inmediatamente después de la salida de Berta de la casa que la acogiera:

–Berta sólo se llevó una maleta pequeña con una parte de su guardarropa. No debe de tardar en volver, por lo menos para llevarse sus cosas. Lo único que me da miedo es no encontrar la pistola sobre el armario –le digo a Paco.
–Tal vez ya no regrese –me echa en cara su crudo realismo. (125).

Sin la presencia de Berta (“Espero que Berta aparezca para el reencuentro de los inútiles”, 141) y con la presencia a última hora de Carlos, viudo, vecino y buscón, el esperado año nuevo del milenio –a pesar del champagne que brota como agua de la canilla de las mil y un botellas- transcurre en un clima de aguafiestas, como dicen nuestros hermanos. “Abrimos más botellas de champagne. Se oyen las explosiones de los cohetes. Es medianoche, comienzo del nuevo año, del nuevo siglo, del nuevo milenio. –¡Ay qué emoción!-, exclama Marcelo, despertando de un cabeceo”. Sólo la actitud de Marcelo (amante de Paco) traduce la falsedad íntima que gobierna la doble conmemoración frustrada: el desánimo que lo había abatido y llevado al sueño es interrumpido por la explosión de los fuegos artificiales allí afuera, en las calles de la ciudad.
La culpa y el remordimiento –valores conservadores por excelencia en el relato de punta de aguja – irrumpen en el ambiente aparentemente festivo y hacen que el proyecto teórico del relato se desmorone en las minucias de la intolerancia. Al entregar la conducción de la propia vida y del relato a la valiente Diana, observa Ana: “Berta, que me presionó para que convocara a este encuentro, ni siquiera dio señales. No quiere enfrentar la mirada de los viejos amigos (…) No, la razón es otra, entiendo a Berta: no tiene motivos para presentarse, después de sucedido entre nosotras dos (146). Algunas páginas más adelante, retorna la ausencia violentamente presente de Berta: “Faltó Berta. Tal vez ella haya querido simplemente cortar la relación con nosotros. Me siento responsable de su ausencia. La ofendí por culpa de mis preconceptos. Paco se dio cuenta, tengo que admitirlo. Faltó también el sentido elevado, la epifanía, que superara lo trivial de la cotidianeidad (…) Paco tiene razón, todo va a seguir igual” (157, cursivas mías).
Perdidos los valores presentes de lo indecidible, la banalización y el marasmo imperan en el comportamiento cotidiano de Ana/Diana y corroen el proyecto teórico del libro. No hubo comienzo ni nueva mirada. La banalización y el marasmo imperan y destruirán el propio libro que, además había comenzado a ser escrito en una computadora –y no más en pluma y con pistola. Imperan y desvían de su norte la vida que, al narrarse, sería vivida en punta de aguja. Las teclas de la computadora son más eficientes en la corrosión de las palabras que la pluma-pistola que tiraba balas por la página y la ciudad. No es por otra razón que la pluma-pistola se metamorfosea en una tijera, que también escribe pero apuñala. Las palabras del relato salen “hechas cuchillos afiladas, esculpiendo el espíritu del instante”. En el primer día de enero de 2000, un sábado, un taxi boy, a la salida de la boîte, le da sesenta tijeretazos a Norberto/Berta/Helena/Mona Habib. (El asesinato contiene tantas resonancias y significados simbólicos que entrego a la imaginación crítica del lector la tarea de enumerarlos y analizarlos).
Fracasó el proyecto teórico del relato. Perdió la dirección del autoanálisis en punta de aguja para redefinirse por la narrativa minuciosa –diría: realista- de un amontonado infinito de hechos policiales y trágicos. Los acontecimientos son tantos y paralelos y sucesivos, que el lector, al extraviarse de la propuesta inicial del relato, se adentra por un universo melodramático desatinado y frenético, en que la narradora-personaje no conduce más el día a día. La cotidianeidad de Ana/Diana y de los demás personajes pasa a ser conducida y controlada por los acontecimientos que su intolerancia, contra la propia voluntad, había desatado. Culpa y remordimiento no son suficientes para llenar la falta que ama.
Confiesa Ana, reafirmando el daño causado por Diana: “Berta era una parte importante de mí. Sin ella soy sólo una mitad” (163). Quiere refugiarse en el ascetismo monástico y abandonar a la vez cualquier veleidad de placer. Piensa en entrar a un convento. La muerte inminente domina sus pasos y sus lectura de poemas (El novelista dio adiós a los versos en el epígrafe de João Cabral). Angustiada, busca la vacuna contra la melancolía. Observa: Berta “Ella había guiado éste mi último año, había creado la expectativa del reencuentro del milenio, e indirectamente me había llevado a intentar una revolución en mi vida con la ayuda de la destrucción de mis papeles y la composición del relato, todavía no concluido” (166). Aquí y allí, en ausencia presente y en silencio tubular, Berta es responsable por los cambios inevitables en el proyecto teórico de vida y relato. Ella guía a Ana/Diana a la destrucción de la computadora , entregándole –de vuelta y en cambio a los tijeretazos- la pistola con la función de pluma. Lleva a Diana a suicidarse, destruyendo con fuego los papeles y la casa, de donde había sido expulsada.
Anota la narradora: “Mi alma está muerta, lo que hace falta ahora es matar mi cuerpo” (168). Continuemos leyendo: “Alcanzo la pistola, apunto a mi oído y disparo. Cuando recobro la conciencia, veo un crucifijo en lo alto de la pared blanca frente a mí” (171). El fuego avivado en los documentos y papeles personales expandiéndose por la casa, alcanzando el garaje, en donde explota el auto. El relato de palabras y silencio, incendiado, se torna cenizas y se abre a la imagen del crucifijo en la pared del hospital, símbolo ya anunciado por la culpa y el remordimiento. Se instala un clima de jueves de cenizas, que es paródico del proyecto teórico de vida.
De cenizas, el relato se deja recubrir por páginas de gran sensibilidad, en donde se agigantan el amor demostrado por los familiares y la amistad de los viejos amigos inútiles. El nuevo disco de vinilo gira por la bandeja del tocadiscos como el poema “Ash Wednesday”, de T.S. Eliot, cuya lectura sería recomendable, y emite los acordes de marcha fúnebre de las buenas intenciones revolucionarias de la tolerancia cristiana. Las “aventuras de la soledad” (título del primer capítulo) pierden terreno con las “pasiones suicidas” (título del cuarto capítulo), que despiertan la solidaridad en los que son semejantes y próximos. La presencia/ausencia de Berta sirve de telón de fondo para el jueves de cenizas, y no es paródica del proyecto teórico del relato: “Fue su llegada (de Norberto/Berta) la que me abrió a una vida nueva; fue su muerte la que me llevó al abismo. Ella atraviesa mi vida, dividiéndola en dos”.
Dividiéndola en tres, corrige el lector atento, que se apoyó en el texto: “Que de las cenizas crezca una rama nueva de mí –trémula, frágil, pero dispuesta a vivir (180). De las cenizas renace una Ana/Diana amorosa a la antigua, atenta a los reclamos de la amistad y sensible al amor desprovisto de las locuras que había vivenciado con Cadu. El apaciguamiento interior por el suicidio es la forma auténtica de la derrota frente a la presencia ultrajante e inexorable de Berta y de los fuegos de artificio que saludan el nuevo milenio. Él es la forma de la culpa-remordimiento que el personaje se autoinyecta (self inflict) para salvarse. Ana/Diana se hace doblemente víctima y, como Fénix, renace de las cenizas hacia el crucifijo en la pared.
La quinta estación del amor tiene lugar en Taimbé, ciudad natal de Ana, a donde regresa en busca de la necesaria e indispensable paz del espíritu. El antiguo proyecto teórico no dio resultado, o mejor, originó un “libro de piedra”. De él Ana se deshace, con el objetivo de recomenzar una experiencia de vida centrada “en la historia de una niña vieja, yo misma, que se rebela porque el mundo cambió a su alrededor” (184). Acariciada por las manos del mundo, recibe la visita de Carlos –su salvador- en Taimbé. Él la salva por segunda vez, pues con él se casará.
La narradora-personaje tiene que rehacer la teoría del instantaneísmo: “Las cosas evolucionan en muchas direcciones, pero hay momentos en que un conjunto de ellas se presenta armoniosamente en una perspectiva inesperada” (187). La linealidad de los sucesivos instantes de vida, proporcionada por la punta de aguja en contacto con el microsurco “del espíritu del instante presente”, cede lugar a una acumulación de hechos –cosas que evolucionan en múltiples direcciones-, que comienzan a ser organizados a partir de relaciones inesperadas. Para llegar al fin de la vida, el arrojar es el modo en que el nuevo relato se desarrolla. Se pierde también el sentido de lo indecidible: “Ahora me niego a pensar que todo es nada. Pierdo la certeza de que es mejor vivir de preguntas e indecisión, prever que todo es imprevisible, determinar que todo es indeterminado” (188).
En verdad, la nueva faceta de la vida íntima de Ana/Diana se caracteriza por el disfraz: “Jalo el humo a escondidas de Carlos”. A partir del gesto-actitud solitario y subrepticio de fumar un porro, brotan las muchas direcciones por las cuales las cosas evolucionan y conducen a Ana/Diana y Carlos, su marido, a orillas del Lago Paranoá y de regreso a la casa. Resultado del disfraz del porro, que le fuera dado de regalo por Cadu, surge el cuerpo lánguido y sensual de Berta, que conduce al matrimonio por el periplo brasileño. Retomo la cita: “Jalo el humo a escondidas de Carlos. Después le propongo dar un paseo a pie, recordando las caminatas con Berta, ella con las manos en la cintura, requebrándose ante mis ojos y los de Vera, pidiendo nuestra opinión sobre la medida justa para sus movimientos de mujer.”(194). Carlos no existe ni sentimental ni amorosamente. De regreso a casa, Ana/Diana –tomada por el gusto de Cadu y el recuerdo de Berta, insistamos –es llevada a usar por última vez la pistola. Reencuentra uno de los asesinos de la amiga, que siempre la había amenazado también. Al defenderse, venga con la pistola y las palabras la muerte de Mona Habib.

[…] el canalla viene en dirección mía, le aviso que no se aproxime, no escucha, continúa aproximándose, entonces doy un primer tiro, acierto a la altura del pecho, doy un segundo, otra vez acierto, es como si siguiese con toda seguridad la dirección de la bala, como si tuviese control sobre ella, no yerro en puntería, el tercer tiro lo hiere en la cabeza, él cae, doy un cuarto, tal vez fatal, bien de cerca, también en la cabeza, y por fin, con el caño de la pistola del sinvergüenza, reveo en un flash mi tentativa de suicidio y le doy un tiro más, el último y quinto tiro (195).

Si la inseguridad causada por el miedo fuera una de las llaves maestras para abrir las puertas temáticas del proyecto teórico del libro, cuya representación simbólica era el cero absoluto, la fatalidad en los enfrentamientos interpersonales es su sucesora y tiene como mediación simbólica los devaneos y las piruetas dramáticas originadas por la compra y el uso de la pistola –siempre el mismo y siempre fatal.
Ana/Diana, narradora-personaje, y Norberto/Berta, principal protagonista, son accidentales. La pistola es la figura dramática dominante en Las cinco estaciones del amor. Lo recorre de cabo a rabo, de manera contradictoria y muchas veces paradojal. La narradora concluye que el relato “es definitivo no porque (él) sustituya todos los otros, como yo quise un día, sino porque es precario; cuando termina, es enteramente el pasado de este instante y puede ser guardado intacto, como un retrato, para siempre” (199). Permanece la pregunta insidiosa que, por la negación de su poder de fuego, diera origen al proyecto teórico del relato y que, finalmente, viene a sellar su fracaso: “¿qué presente existe sin el dolor de la ausencia?” (198)

“… forjan los engaños / farsas y juegos / armas de fuego / un corte expuesto / en su rostro amor…”