La vida en un instante. Sobre Las Cinco Estaciones del Amor, de João Almino. Zaide Capote Cruz, Revista Casa de las Américas

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Revista Casa de las Américas

La vida en un instante

Por Zaida Capote Cruz

¿Qué ocurriría si fuésemos quienes somos y, al mismo tiempo, quienes anhelamos ser? Cómo hacer convivir pasado y futuro en un presente permanente? Ésas son las preguntas fundamentales que estructuran el mundo subjetivo de Ana, una profesora recién jubilada que, ante la perspectiva de reorganizar su vida, tropieza consigo y con los demás. Esta protagonista, una mineira a veces prejuiciosa, a veces liberal, ve su vida pasar entre visitas y llamadas de la vieja pandilla de los tiempos universitarios (“los inútiles”, cuya divisa reza: “La acción proviene más de la ignorancia que del conocimiento” [14]): los peligros de esa megalópolis que es Brasilia, una presencia acechante a lo largo de todo el relato; la amabilidad de su vecino Carlos, jubilado también y filósofo a su modo (su sentencia más frecuente: “La vida es como el fútbol […] Es difícil anotar un gol, pero mientras más uno lo intenta, mayor es la posibilidad” [9]); los desvíos delincuenciales de su sobrino Formiga; el miedo de ver a su sobrina Vera enfrentar el tránsito de la

adolescencia a la juventud, y la visita perturbadora, aunque anunciada, de un amigo transexual, Norberto-Berta.

Todos los temores, todos los amores de Ana, se ven representados en sus dos personalidades, por llamarlas de algún modo: “a veces me imagino Diana, haciendo lo que temo, diciendo lo que callo. Es así: cuando soy quien soy, soy Ana. Cuando soy quien quiero ser, Diana” (10). Entre una y otra, esta mujer va tomando decisiones que cambian su existencia, que arrastrarán consigo todo su pasado y la prepararán para la vida futura. Como su rostro, pintado por Norberto en un retrato sui generis, ahí está Brasilia, precozmente envejecida, con las historias de sus crímenes levitando sobre la vida diaria de sus habitantes. Todos entran y salen de la historia, a fin de conseguir un fresco de la sociedad y la historia brasileña de los últimos años.

Viviendo en permanente desasosiego, previendo un ataque de los asaltantes callejeros que pueblan la ciudad, y temiendo incluso un asalto a su casa, Ana añora los viejos tiempos de su juventud y se prepara para el rencuentro con los amigos de entonces. El pasado viene a ella una y otra vez, en la presencia traumática de Berta, quien regresa a Brasil a hacerse de una identidad legal femenina, y trastoca todo el mundo vital de Ana, pero también la enseña a prescindir de viejos afectos, y a adueñarse de su ser mujer sin miedo a las consecuencias. De ahí que Ana, apoyada por Berta, y a pesar de los reparos que su nueva condición le provoca, se dedique a organizar el rencuentro de “los inútiles “, reviviendo todas sus aprensiones, sus pasiones y sus apetencias. Invitada a la universidad, expone su teoría del instantaneísmo, que propone juntar toda la vida en un instante; algo similar al propósito de la novela, que en cada estación/capítulo nos muestra una Ana diferente, superponiendo etapas de su vida en un presente en que todo parece resumirse.

Hilada con gran sensibilidad, la historia de Ana/Diana es la de cualquier mujer que arriba a la madurez sin más aliciente que la compañía de los otros: “Sólo soy alguien si tengo a alguien a mi lado, haciéndome sentir yo misma, interesada en lo que soy” (64). Primero Berta, luego el vecino que termina cortejándola y finalmente conquistándola, consiguen brindarle la compañía añorada. No hay nada novedoso en esas relaciones, sólo la vindicación de que el sentimiento, sea amistad o amor, puede cambiar el mundo, puede transformar un espacio inhóspito y amenazante en uno que nos pertenezca, y al cual pertenezcamos. Después de asaltos sucesivos, de ver morir a Berta, de un fallido intento de suicidio, e, incluso, de un retorno al pueblo natal, en una especie de claudicación, Ana recupera la paz y termina encontrando el amor en el sitio más cercano y, por lo mismo, menos visible.

Ésa es la anécdota, a grandes rasgos, pero la novela está construida con tal esmero que, una vez concluida su lectura, pese a los escollos de la traducción -v.g., preconceito se traduce como preconcepto, y las semejanzas de palabras como sobrenome y apelido con términos del español engañan al traductor-, nos parece quedarnos con algo de cada uno de los personajes. Sin rebuscamiento técnico alguno, se antoja muy cinematográfica, y es que esa visión de Brasilia con sus ejes, su lago, sus delincuentes y un cierto apego emocional al paisaje -“¿Quién garantiza que no soy tan artificial como Brasilia?” (163-164), se pregunta Ana en cierto momento- hacen de esta historia una especie de puesta en escena, una sinfonía urbana donde la ciudad es, mucho más que un escenario, una presencia vital que impone los ritos del sexo o la violencia, sin que eso le impida ser domeñada e incluso disfrutada. La presencia de la imagen plástica refuerza esta impresión de la novela como obra visual, sobre todo como si se tratara de una réplica del cuadro muchas veces referido, una especie de retrato de Dorian Gray estático, donde el rostro de la protagonista aparece envejecido desde el comienzo del relato.

El texto, urdido con maestría por João Almino, resulta tan diverso como aquella escultura que, siendo una sola, “tenía apariencia radicalmente distinta según el ángulo desde el cual era posible verla” (161-162). La novela se construye también como la cita de un libro inconcluso, el que Ana intenta escribir para plasmar la historia del grupo y de Brasil, y rescatar su propia memoria vital, en un intento de conjurar la opresiva soledad en que vive. “Será mi versión del Libro absoluto que Mallarmé quería escribir al final de la vida […] Será mi museo de todo, cajón de la basura o archivo (48), lo que nos remite enseguida al texto que leemos, tan abarcador que junta sin sonrojo la filosofía con la descripción de la ropa interior femenina. Pero ni siquiera este proyecto alcanza a liberar de su tedio a la protagonista. Como en los autos medievales, la purificación sobreviene con el fuego; así, cuando Ana cree llegar al límite de sus fuerzas, decide quemar sus papeles y se da un tiro, en un fallido intento suicida. Luego, recuperada, vuelve a su proyecto de libro: “Será otro ahora, totalmente diferente, centrado en la historia de una niña vieja, yo misma, que se rebela porque el mundo cambió a su alrededor” (158). Este nuevo intento, en consonancia con la novela que leemos ahora, la reconcilia con la vida, la hace regresar al pasado para rescribir la historia vivida desde “un presente continuo, como una cámara alerta que no se desprendiera de mí” (175). Al final, aunque Ana decide que debe reformular su teoría del instante, podemos entender el libro como un ensayo sobre el instantaneísmo. De las cinco partes en que se divide, llamadas estaciones, hay una que no se ajusta a previsión climatológica alguna: aquella donde esta mujer consigue “vivir la aguja de un solo instante, plenamente” -según manda el epígrafe de João Cabral de Melo Neto- es decir, con plena conciencia de su pasado y de la posibilidad del futuro siempre en ciernes en ese presente que habita. Como reza la idea que Ana no se cansa de repetir: “La verdad sólo existe completamente en el instante” (43), João Almino ha conseguido esa otra verdad que sólo existe en el buen arte, una verdad cuya memoria persistirá más allá del instante de la lectura.

(*) Revista Casa de las Américas 235, abril-junio 2004